No es fácil escribir sobre los acontecimientos de los últimos meses sin que se le dispare a uno la adrenalina. Ser espectador de cómo el gobierno de México intenta vender la imagen de que ellos son los buenos y los ciudadanos los malos, produce auténtica indignación.
Indignación y algo más es lo que se siente cuando el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, afirma sin sonrojo que los ciudadanos deben optar por la vía institucional para encontrar respuestas a sus demandas, “porque el respeto a las normas democráticas es la vía genuina y duradera para garantizar los derechos de las personas”.
Abundando un poco más, la magistrada Victoria Adato Green dice que en un país democrático, como México, “las protestas deben estar sometidas al imperio de la ley”, y que la Constitución ordena que en éstas “no se deben proferirse injurias contra la autoridad, ni hacer uso de la violencia o amenazas para intimidar a los gobiernos”.
De lo que no hablan es de las amenazas, la intimidación, la criminalización, el encarcelamiento injusto, las desapariciones y el asesinato de los ciudadanos por parte de los gobiernos de turno. Parece que quieren borrar el estado de terror que se vive en lugares como Guerrero, Estado de México, Chihuahua, Jalisco y Michoacán.
Es como si los mexicanos fueran los culpables de que los grupos criminales estuvieran infiltrados entre los funcionarios de todos los estamentos, y entre la policía, militares y gobernantes. Como si los mexicanos hubieran puesto en marcha un estado de terror en el que protestar por cualquier cosa fuera motivo suficiente para acabar con sus huesos en la cárcel… o en una fosa. Eso, si aparecen sus huesos.
No fueron los ciudadanos quienes regaron de cadáveres la Plaza de Tlatelolco de la Ciudad de México hace 45 años. Fue el ejército. Y nunca se sabrá a cuántos hubo que enterrar, porque lo ocultaron.
No fueron los ciudadanos quienes el 3 de mayo de 2006 violaron en Atenco (Estado de México) a 26 mujeres y detuvieron a más de 200 personas (incluidos menores de edad), entre otros episodios: fue la policía. La gente protestaba porque querían quitarles sus tierras para construir un aeropuerto, el que no se construyó entonces pero se hará ahora. Hoy, 18 de esas mujeres que sobrevivieron milagrosamente siguen pidiendo justicia.
No fueron los ciudadanos quienes asesinaron a 22 muchachos en Tlatlaya, nuevamente en el Estado de México. Fueron militares. Y aún no han dicho ni los nombres de los ajusticiados.
No han sido los ciudadanos quienes han causado la tragedia de Ayotzinapa (Guerrero). Ha sido un alcalde, una señora que quería serlo y un jefe de policía.
Todos los motivos
El día 20 de noviembre, cientos de miles de ciudadanos salieron a decir que quieren que estas tragedias se acaben. Piden explicaciones legítimas. No quieren desestabilizar ningún gobierno gratuitamente. Ya se desestabiliza solo con tanta corrupción e impunidad. Las voces que se alzaron ese día son producto del dolor y la rabia; y del hartazgo.
Que les pregunten sus motivos a los padres de esos 49 niños que murieron en el incendio de una guardería, hace cinco años, y que siguen reclamando que alguien pague por ello.
Que les pregunten a esos casi 300 autodefensas que están encarcelados porque un buen día se hartaron del crimen organizado, de que el gobierno mirara para otro lado y tomaron las armas para defenderse. Y a los defensores de derechos humanos, amenazados continuamente, y a los familiares de los miles de mujeres que han muerto o desaparecido (para los efectos es lo mismo) en Ciudad Juárez desde hace 20 años; y a los periodistas. A aquellos que se atrevieron a contar lo que alguien quería mantener oculto.
Que les pregunten a los más de 50 millones de pobres del país y a esos once que viven en la miseria más absoluta. Y no vale decir que la Cruzada contra el Hambre ya ha mejorado la alimentación de tres millones, porque son muchos más los que esperan una solución.
Todos ellos: los pobres, los perseguidos, los oprimidos, los que esperan justicia, los que no soportan más la inseguridad, todos ellos son los que el 20 de noviembre estaban en las calles reclamando junto con ONGs.
La violencia que se vivió en el Zócalo y las zonas aledañas no la provocaron los ciudadanos. Las cargas policiales indiscriminadas partieron de las fuerzas que deben proteger a los ciudadanos. Una protección totalmente ausente de su proceder. Reparten mandobles a ciegas. Hemos visto imágenes que lo atestiguan, como la de un padre con su niño en brazos. Un padre al que difícilmente se le puede achacar que quisiera agredir a la policía, quemar puertas, o derrocar al gobierno, puesto que estaba acompañado de su hijo de tres años, su madre de 60, y dos hermanas; y menos aún dada la actividad a la que se dedica. Se llama Juan Martín Pérez García y es el director de Redim (Red por los Derechos de la Infancia de México).
La violencia es del Estado
Enrique Peña Nieto parece no enterarse de que la violencia que tiñe de sangre a diario el país no la han generado los mexicanos, que ha sido la corrupción gubernamental, la injusticia y la inoperancia de los gobiernos de la nación. También el suyo. La lucha contra el narco emprendida por el anterior presidente dejó más de 120.000 muertos en seis años, pero en los primeros 14 meses de su mandato ya se contabilizaban 23.000.
Peña fue gobernador del Estado de México, una zona colindante con la capital del país, en donde, además de la violencia criminal, robos y secuestros, los feminicidios y desapariciones de mujeres son un constante goteo. Allí tampoco lo hizo muy bien.
Pero fuera de México ya nadie piensa que el país sea lo que él y sus dirigentes cuentan por ahí. El debate reciente en el parlamento alemán lo demuestra claramente.
Y las manifestaciones como la del presidente del Banco Mundial, Jim Yong Kim, quien también se ha unido a pedir justicia para los normalistas. Tanto en Europa como en Estados Unidos se han podido escuchar reclamos por los sucesos de Ayotzinapa.
Y más reclamarían si pudieran ver la película Dictadura perfecta, donde se hace un retrato real, mal que le pese a alguno, de cómo es la política mexicana a determinados niveles. Que la periodista Carmen Aristegui destapara la procedencia de las casas de la mujer del presidente, parece confirmar que la cinta en cuestión no anda muy descaminada: una regalada por Televisa, y la otra por una empresa beneficiaria de contratos multimillonarios cuando Peña Nieto era gobernador… y que sigue en la “nómina” gubernamental.
No, los ciudadanos no son los que provocan la violencia, la mayoría de las veces son los “infiltrados” gubernamentales. Sin embargo, las palabras del secretario de gobernación, criminalizando las protestas, parecen ser el preludio de la puesta en marcha de una serie de medidas tendentes a acallar las voces que piden lo que, en cualquier país democrático de verdad, se da por sentado: la justicia.
Una justicia que quizás tampoco vean los 22 detenidos en el Zócalo: los han recluido en un penal de alta seguridad (Nayarit para los hombre y Veracruz para las mujeres). Están acusados de delincuencia organizada, motín, terrorismo y tentativa de homicidio, y no se les permite tener defensa, tan solo pueden acceder a un abogado de oficio.
Los estudiantes, los ciudadanos, sólo quieren tener un futuro digno y tienen todo el derecho del mundo a exigirlo. Los mexicanos ponen los muertos desde hace muchísimo años. El 20 de noviembre dijeron, simple y llanamente, que ya no soportan morir en silencio.
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Qué maravilla de artículo. Felicidades. Refleja exactamente el sentir de los ciudadanos.
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