Tiende a aceptarse que la “directiva” (o carta) del 16 de mayo de 1966, una circular aprobada por Mao, inició la llamada Revolución Cultural en China. En aquel texto, se lanzaba un ataque fulminante contra quienes “leales en apariencia, son traidores en secreto”. Denunciaba “la burguesía y la pequeña burguesía” dentro del Partido Comunista Chino. Inaudito.
Empezó entonces una guerra total entre las distintas tendencias del PCCh, principalmente entre los “puros” abanderados por Lin Biao (entonces se transcribía Lin Piao), número 2 de Mao, y los proto-reformistas, o “revisionistas”, que encabezaban Liu Shao Qi (presidente institucional del país en aquella época) y su número 2, Deng Xiao Ping.
Mao dirigió aquella maniobra brusca contra sus enemigos internos, políticos y personales, en el PCCh. En 1971, Lin Piao (me gusta más así) “desapareció” de los radares con el avión en el que huía. Al parecer, se estrelló en Mongolia por falta de combustible. Había sido acusado de conspirar contra el Gran Timonel, y hay quien sostiene que tenía un proyecto de golpe auténtico, en el que se incluía la idea de asesinar a Mao.
Pero, ¿qué fue aquello? “Un momento decisivo en el que denunciaban la presencia de enemigos del Partido Comunista en la política, en la enseñanza y la cultura, y que daba la señal de salida a una campaña de terror sin precedentes, salpicada de purgas a gran escala y marcada por el rápido desencadenamiento de una violencia incontrolable”, afirma el periodista Philippe Paquet (La Libre Belgique, 16 de mayo de 2016).
Paquet acaba de publicar una biografía de Simon Leys, también belga, y autor de uno de los pocos libros críticos (“Les habits neufs du président Mao”, 1971) aparecidos entonces en un entorno intelectual de beatería pro-maoísta. En esa admiración consciente o inconsciente, participó no sólo una parte de la izquierda europea; también algunas figuras de derechas. Alain Peyreffite, por ejemplo, que escribió “Quand la Chine s’éveillera” (1973).
Pequeño Libro Rojo y culto a la personalidad
Los elogios múltiples a la personalidad de Mao fueron paralelos a la veneración por el llamado “Pequeño Libro Rojo”.
En cualquier caso, y a pesar de la extensión del culto a la personalidad de Mao, tanto el citado Simon Leys (muy crítico) como los “creyentes” del maoísmo (Jean Daubier, entre mis lecturas de entonces) nos fascinaron a muchos. Hoy, aquella veneración puede parecernos incomprensible; pero fue un hecho.
“Debemos liquidar a los responsables del partido comprometidos en la vía capitalista. Debemos abatir a los eminentes académicos reaccionarios”, proclamaban meses después. “Hay que terminar con los genios malhechores. Debemos extirpar con energía el pensamiento, la cultura, las costumbres y hábitos antiguos de los explotadores”. Había que “purgar la Tierra de los gusanos”, decían.
Y aquel lenguaje duro, dio paso a una movilización sin precedentes de millones de activistas (los Guardias Rojos, la mayoría adolescentes o muy jóvenes que regaron China de actos de represión y crueldad casi indescriptibles, mientras enarbolaban el Pequeño Libro Rojo en sus manos. Las humillaciones de viejos dirigentes y de ciudadanos sencillos, la destrucción masiva de símbolos, las “reeducaciones” y los encarcelamientos, los trabajos forzados, incluso los enfrentamientos armados entre facciones opuestas a lo que consideraban “restos de la burguesía o de la pequeña burguesía”… Algunos testimonios, en provincias distantes, citan esporádicos, precisos, actos de canibalismo, especialmente en la región autónoma de Guangxi, con víctimas de aquella orgía de violencia. Nada faltó. Las evaluaciones actuales cifran en centenares los miles de muertos, otros hablan de dos millones.
Las caras ocultas de la Revolución Cultural
Mao murió en 1976. Poco después terminó la Revolución Cultural, con el procesamiento y encarcelamiento de la Banda de los Cuatro (entre ellos, Jian Quing, esposa de Mao).
“La Revolución no es una cena de gala”, dice una traducción del Pequeño Libro Rojo de Mao. “Hacer la revolución no es ofrecer un banquete, ni escribir una obra, ni pintar un cuadro o hacer un bordado; no puede ser tan elegante, tan tranquila y delicada, tan apacible, amable, cortés, moderada y magnánima”, dice mi propio ejemplar del librito rojo (página 12, editado entonces en español en Pekín): “Es un acto de violencia mediante el cual una clase derroca a la otra”, remata.
Aquel ejemplar ilustrativo de mi propia fascinación lo compré en una librería que se llamaba Norman Béthune. Estaba en el número 76 del boulevard Saint-Michel, en París. Allí compré “Cinco citas filosóficas de Mao Tsetung”, el célebre libro rojo.
Entre otras publicaciones singulares, también adquirí allí unas ediciones minimalistas de Tintín en chino, para tener algo en ese tipo de escritura; “Norman Béthune en China”, un cómic sobre la vida del famoso médico canadiense que ejerció la solidaridad, al modo de las ONG actuales, pero bajo la etiqueta “solidaridad revolucionaria” (de entonces); y un vinilo, “Chants pour la liberté 1789-1871”, con interpretaciones corales de canciones revolucionarias (L’Insurgé, Le Drapeau Rouge, L’Internationale, La Semaine Sanglante, etc).
En realidad, el Libro Rojo ya lo había leído a los 16 años, cuando estudiaba en el Instituto San Isidro (Madrid). En la clandestinidad de entonces (a Franco le quedaban años), yo, como cada lector adolescente de aquella cadena de lecturas prohibidas, sólo disponía de un fascículo. Y sabía, claro, de quien recibía el fascículo y a quién debía pasarlo. Un ejemplar deshecho así, en capítulos fasciculares, podía tener unos veinte lectores simultáneos. Y si eras descubierto, por “la autoridad” en el instituto (o donde fuera) tampoco tenías más que un pedazo, no todo el libro.
Entresaco parte de eso esta mañana. Reaparece entre mis joyas impresas un Boletín de la Asociación de Amistad España-China, ciclostilado, como “Homenaje a Mao Tse-Tung”, publicado en Madrid en 1976.
Sorpresa. Contiene todas las justificaciones al uso (entonces) de los desmanes de la Revolución Cultural, con pésames por el fallecimiento del Gran Timonel. Ahí figuran el Rey Juan Carlos, Adolfo Suárez, por motivos oficiales, y otros como Santiago Carrillo, el PSP de Enrique Tierno o el PSOE. Además, el viejo falangista “aperturista” Manuel Cantarero del Castillo o el mismísimo Manuel Fraga, quien escribió de Mao: “Ha sido uno de los hombres que han hecho Historia en el siglo XX. Ha restaurado la unidad de la gran nación china y le ha devuelto su prestigio exterior”.
Al parecer, aunque no descartara relaciones homosexuales esporádicas con alguno de sus escoltas, lo más habitual fue su afición a las niñas y adolescentes, muchas veces sacadas de contextos de atraso e ignorancia. Así lo contó su médico personal en unas memorias tituladas “La vida privada del Presidente Mao” (1994).
Mao fue político fino y poeta a veces estimable; también un tirano paranoico, cruelísimo, y un depredador sexual que creía curarse mediante prácticas sexuales que vinculaba al taoísmo.
También guardo una cierta literatura, que extiendo en mi mesa, para redescubrir el volumen de fotografías de Li Zhensheng, quien escondió una parte de sus negativos durante años. Fueron motivo de una exposición en París y esas fotos resaltan toda la brutalidad de la Revolución Cultural.
Hoy, me parece tremendo que aquella política demente, de Mao y sus acólitos, llegara a influirnos tanto en Europa. Sobre todo a una cierta izquierda, pero no únicamente, como dije antes. Pues Mao fue “un faro del pensamiento humano”, según señaló el expresidente francés Valéry Giscard d’Estaing cuando murió el Gran Timonel.
Al menos, mi propia ignorancia añeja, no sé si culpable como la de tantos, queda relativizada al escuchar aquellos elogios. A su regreso de un viaje a China, en 1961, el mismo François Mitterrand, vio en Mao a un preclaro “humanista”.
Del maoísmo, lo más trascendental fue hacer una revolución en un país como China y con una ideología que entronca con el planteamiento Yin Yang o la teoría de las contradicciones. Además, revitalizó la medicina tradicional china. Tenia el problema, que era humano y el lo sabía.