El martes 10 de diciembre de 2019, la Unión Europea procederá –de acuerdo con los mecanismos previstos en el artículo 7 del Tratado de la UE- a una nueva revisión del estado de las libertades en Hungría. Recordemos que hace poco más de un año, el Parlamento Europeo calificó negativamente la situación en aquel estado miembro, en el que desde hace años se constatan quiebras del Estado de derecho por parte del gobierno húngaro.
El ultraconservador primer ministro, Viktor Orbán, es pionero y promotor principal de esa facción de dirigentes políticos reticentes u opuestos a principios básicos de la construcción europea, si la entendemos como un espacio abierto y favorable al pluralismo. El nacionalismo de Orbán es aliado de los euroescépticos de otros países para reforzar siempre diversas iniciativas autoritarias.
El poder judicial, la radiotelevisión pública y las instituciones financieras del país forman parte del abanico de realidades en las que Orbán y su partido (FIDESZ) han reforzado su control hasta desfigurar sus equilibrios internos o su autonomía. Sus referencias a las minorías húngaras en países vecinos, el marcaje de hierro de sus fronteras, el despliegue de muros y alambradas, su política obsesiva contra todo tipo de inmigrantes, le han convertido en un modelo para la derecha europea más retrógrada.
En este contexto, cabe recordar que el citado artículo 7 permite suspender –hipotéticamente- los derechos de voto de un país miembro de la UE, aunque no prevea ningún posible mecanismo de expulsión del Estado infractor.
Varias organizaciones internacionales (Instituto de Prensa Internacional, Federación Europea de Periodistas, etcétera) han constatado en una reciente misión conjunta cómo el gobierno húngaro maniobra para desmantelar medios de comunicación críticos. Utiliza fondos públicos para desacreditar y desfigurar los argumentos de quienes continúan denunciando el autoritarismo del sistema Orbán, evitando, dice el informe del IPI, “la violencia o el encarcelamiento de los periodistas”.
Se trata, sencillamente, de acallar a los críticos y disidentes, y de impulsar cambios de propiedad de los medios opuestos al sistema Orbán/FIDESZ. Quizá la mayoría de la opinión pública húngara ignora que los medios mediante los que se informa han sufrido ese largo proceso de acoso, manipulación y distorsión. Desde hace una década.
Un ejemplo: el retorcido proceso que condujo –en el otoño de 2016- al cierre del periódico Népszabadság, que fuera el diario de mayor circulación del país.
Deslegitimar el periodismo
Un mecanismo básico de ese modelo autoritario, en el que las redes sociales juegan también un papel fundamental, es la deslegitimación del periodismo serio; es decir, de los periodistas que pretenden seguir ejerciendo su oficio sin prestarse a las presiones y a la propaganda del poder. Una tarea difícil en Hungría. Imposible en muchos casos.
En esta misma publicación, hemos dejado huella de esos métodos y de sus antecedentes. Quien no cede o critica, es enemigo, “odia a Hungría”, es descrito como agente extranjero o traidor. El antisemitismo forma parte del método Orbán, cuando es necesario. Y las instituciones inyectan dinero público en quienes sigue la línea oficialista o lo desvían para derribar a los medios opositores. No es difícil hacerse una idea del desgaste personal al que son sometidos los periodistas si intentan mantener una cierta distancia crítica hacia el gobierno. El control de los medios públicos juega aquí un papel central.
Desde luego, no todo pluralismo ha desaparecido. Sigue habiendo medios críticos; pero no tienen apenas posibilidad de levantar el volumen de sus críticas al nivel de los medios controlados –directa o indirectamente- por FIDESZ. Ni por su importancia o audiencia actuales, ni por su reducida talla financiera.
Y fuera de la capital, Budapest, resulta aún más difícil llegar a la mayoría de los húngaros. Hungría, desde esa perspectiva, es un mundo feliz bien organizado por el padre Orbán. La precariedad laboral de los periodistas, la autocensura y el desprecio de muchos hacia los medios contribuyen a ello. Si llega el caso, las instancias oficiales describen al periodista crítico como “extraño”, “extranjero” o bien como “un activista político”.
En artículos precedentes recordábamos los despidos masivos que tuvieron lugar en los medios audiovisuales públicos. En el informe del IPI publicado el 3 de diciembre, se describe así la situación en este sector:
-Los medios de servicio público de Hungría sufren una deformación que los ha convertido (sencillamente) en medios estatales. No hay equilibrio alguno en su cobertura de las noticias. Los puntos de vista y las opiniones de los políticos de la oposición están ausentes (de sus contenidos). Y cuando se imponen por algún requerimiento legal, como las campañas electorales, por ejemplo, se los presenta de manera negativa.
El gobierno ha acabado con el escrutinio sobre contenidos y contratos de los medios audiovisuales públicos mediante la creación de un ente empresarial instrumental. Dicho ente es la MTVA (Magyar Televízió, la radiotelevisión pública) que no está sometida a la ley del servicio público audiovisual. No hay transparencia sobre su financiación, ni sobre el trabajo de ese ente.
Lo peor es que el modelo Orbán funciona y se exporta –con más o menos matices – a otros países de la UE, sobre todo al Este (véase Polonia, por ejemplo). Pero los émulos y admiradores no faltan en el Oeste de la UE (véase Matteo Salvini, Santiago Abascal, Marine Le Pen, etcétera).
En vísperas del repaso del caso húngaro en la UE, una luz repentina: la oposición a Orbán logró un cierto éxito en las elecciones municipales de hace apenas dos meses. Gergely Karácsony, candidato de una coalición de grupos opositores obtuvo el 50 por ciento de los votos en Budapest. Es el nuevo alcalde de la capital de Hungría. La reflexión europea basada en el artículo 7 quizá llegue en buen momento, tras una década de impulso autoritario en Hungría.