El embajador de los Estados Unidos en Belgrado, Christopher Hill, es incapaz de disimular su malestar. Aparentemente, el gobierno serbio dio un paso en la mala dirección sin consultar con la representación diplomática estadounidense en la capital balcánica.
En efecto, Serbia firmó un acuerdo con la Federación Rusa durante la estancia de su ministro de asuntos exteriores en Nueva York, en la Asamblea General de las Naciones Unidas, donde coincidió con su colega ruso, Serguéi Lavrov. Nos cuesta entenderlo, afirma Hill, quien no duda en recordar a sus indóciles anfitriones que no se debe firmar nada con Rusia en estos momentos.
Huelga decir que el tratado no se ha hecho público; la ira del representante estadounidense se debe a una mera filtración. La indiscreción de un funcionario de alto rango, quien confesó que las consultas llevadas a cabo con los emisarios de Moscú sobre cuestiones políticas fueron particularmente buenas y fructíferas, desembocando en la firma del misterioso acuerdo bilateral.
El jefe de la misión diplomática estadounidense en Serbia es un buen conocedor de la región. Participó en la firma de los Acuerdos de Dyton, que pusieron fin a la guerra de los Balcanes, fue uno de los artífices de la creación del Estado-protectorado atlantista de Kosovo, actuó de representante de la Casa Blanca en Macedonia del Norte.
Recientemente, tuvo que asumir el papel de mediador entre Belgrado y Pristina, tratando de apagar el incendio provocado por el gobierno kosovar, que desencadenó una campaña xenófoba contra la minoría serbia residente en el país. Tras la movilización de las tropas de Belgrado en la frontera con Kosovo, que las autoridades de la ex Yugoslavia siguen considerando una república secesionista, Hill apagó el amago de incendio a golpe de llamadas telefónicas. La administración kosovar conoce y, al perecer, venera al amigo americano.
El diálogo con los serbios resulta, en cambio, más difícil. Prueba de ello es el discurso, algo airado, de Christopher Hill.
En este momento, nadie debería estar firmando nada con Rusia, aparte de los pobres reclutas (rusos) que se ven obligados a hacerlo, afirma Hill, quien no tarda en añadir: Estados Unidos espera que Serbia sea consciente de la problemática general. Nosotros apoyamos vuestra decisión de realizar un acercamiento a la Unión Europea.
Esperamos que Serbia diversifique sus fuentes de suministro energético y reduzca su dependencia de Rusia, basada en gran medida en el chantaje y la presión.
Queremos entender en qué se fundamentan las relaciones entre Serbia y Rusia.
¿Sorprendente? En absoluto; no es esta la primera llamada de atención de Washington y sus aliados europeos a las autoridades de Belgrado. Hace apenas unas semanas, el presidente Alexander Vucic desveló la existencia de varios mensajes con idéntico contenido procedentes de las capitales comunitarias: Serbia tiene que decidir si apoya a las democracias occidentales o si se pone al lado de Putin.
Serbia defenderá siempre los intereses de Serbia, contestó Vucic.
La reacción de la calle fue mucho más airada. Prueba de ello, los comentarios publicados de las redes sociales: ¿Quiénes bombardearon Belgrado en los años noventa? ¿Putin o la OTAN? Ahora nos piden que seamos sus aliados.
¡Ay! La indeleble memoria de los pueblos…
Lo de «la campaña xenófoba contra la minoría serbia» no está nada mal, porque borra de un plumazo la memoria del sistema de apartheid antiminoría albanesa que hizo crecer el difunto Milosevic. El autor parece ignorarlo entre los diversos orígenes de las guerras de finales del siglo veinte en la desaparecida Yugoslavia. La OTAN bombardeó Belgrado, desde luego. Tampoco hay que olvidarlo, pero la desaparecida Yugoslavia se desintegró antes por los delirios del nacionalismo eslavista (serbio y ruso). Aquello de «nadie os hará daño», que gritó Slovodan Milosevic en el aniversario del campo de la batalla de los mirlos.
Pero lo más divertido de este artículo es lo de «las autoridades de la ex Yugoslavia».
Los delirios de Putin son la pesadilla del mundo.