Han pasado siete meses desde que el gobernador de Florida, Ron Desantis, obtuvo una brillante victoria en medio de un desempeño republicano con claroscuros. Había ganado con casi veinte por ciento más de votos que el demócrata Charlie Crist, escribe Marco Bitschnau[1] para la IPS desde Neuchâtel, Suiza.
Se trataba de un resultado casi surrealista para un estado que, hasta hace unos años, se consideraba un auténtico swing state (estado pendular), y todavía lo es, según muchos medios locales. Su fabuloso resultado convirtió de la noche a la mañana al ya exitoso jefe del Ejecutivo de Florida en el hombre del momento.
Cada sonrisa, cada gesto, cada estruendoso recibimiento a lo César de la multitud del radiante vencedor parecía decir: aquí hay alguien que realmente podría desafiar a Donald Trump por la nominación presidencial republicana en 2024. Alguien que comparte muchos de sus puntos fuertes pero pocos de sus puntos débiles.
Una espiral descendente
Hoy, estas escenas parecen de otro mundo. Trump, que en un momento dado había sido descartado, ha superado a su oponente en casi todas las principales encuestas de opinión: más recientemente, la ventaja de Trump según Quinnipiac era de 31 puntos porcentuales, (33 en FOX News, 34 en Morning Consult y 42 en Harvard/Harris).
En cierta medida, los resultados son aún más desastrosos para DeSantis a nivel estatal. En Virginia Occidental, por ejemplo, una encuesta de finales de mayo le situaba por detrás de Trump por la friolera de 45 puntos porcentuales, y solo nueve por ciento pensaba que era el candidato adecuado.
Es cierto que, incluso en las mejores circunstancias, este abogado de Harvard no encajaría bien en las ciudades mineras de los Apalaches. Pero caer por debajo de diez por ciento debería herir su ego.
No está claro a qué puede atribuirse este rápido descenso de la popularidad antes de las elecciones. Por un lado, por supuesto, parece posible que el bombo de las elecciones de mitad de mandato en torno a DeSantis fuera demasiado grande y que la situación simplemente esté volviendo a la normalidad.
Por otro lado, puede estar relacionado con los procesos penales contra Trump, su mayor presencia mediática como consecuencia de ello y una incipiente nostalgia por su etapa en el cargo. Pero existe la opinión generalizada de que el propio aspirante no está del todo libre de su propia miseria.
La candidatura presidencial de DeSantis se anunció comparativamente tarde, el lanzamiento de la campaña con el jefe de Twitter, Elon Musk -en teoría, una idea impresionante-, adoleció de defectos técnicos, y la narrativa de la valiente lucha contra el »despertar» también parece estar agotándose en estos días. En este caso, como tantas veces en la vida, la sobresaturación crea frustración.
Tanto más cuanto que uno debería saber abandonar un tema si amenaza con empantanar el discurso y cambiar la estrategia de la marca, una habilidad que el gobernador, que tiende a la microgestión, evidentemente no puede reivindicar como uno de sus puntos fuertes.
Por ejemplo, cuando DeSantis amenazó con arrebatar el control del Distrito de Mejora de Reedy Creek, de cien kilómetros cuadrados, a la empresa mediática Disney -que se había opuesto públicamente a una ley antigay de Florida- al principio cayó bien entre un electorado que ya se mostraba escéptico ante tales privilegios corporativos.
Pero luego, el subsiguiente intercambio de golpes no inspiró la imagen de un líder seguro de sí mismo. En lugar de ser celebrado como vencedor, DeSantis agravó el conflicto, que desde entonces se ha convertido en una maraña de confusión legal y ha provocado la congelación de las inversiones de Disney en el estado.
Aunque al final DeSantis, de 44 años, salga vencedor, los arañazos en su imagen de «hombre duro y de acción» no pueden disimularse tan rápidamente. También suponen un gran riesgo para él: parece estar ganando terreno la impresión de que, a pesar de toda su astucia, le falta algo: la asertividad y la autoridad de su rival, que sigue rodeado de un aura pospresidencial.
Y en ninguna parte es más evidente esta diferencia de imagen que cuando Trump y DeSantis se refieren el uno al otro.
Mientras Trump lleva meses recorriendo el país, despotricando de Ron DeSantis como un don nadie «que necesita un trasplante de personalidad» y que le debe su éxito solo a él, la gente del bando de DeSantis no sabe cómo contrarrestar esta estrategia.
Algunos no quieren verse envueltos en una pelea en el barro en la que solo pueden perder contra el «Insultador en Jefe». Otros ven el mayor peligro: demasiada moderación, siguiendo el viejo proverbio de que «la mejor defensa es un buen ataque».
Vencer a Trump en su propio juego
La propia historia de la campaña de Trump es, por supuesto, el mejor ejemplo de lo exitosa que puede ser esta segunda estrategia: en 2016, con una manera deliberadamente hiperagresiva, logró el rechazo de todos sus competidores y redirigió las lealtades hacia sí mismo.
Este Trump fue alguien que arremetió salvajemente contra sus desventurados predecesores –Mitt Romney y John McCain– y fue aclamado con entusiasmo por ello por personas que habían apoyado a ambos.
Fue alguien que acusó abiertamente a George W. Bush de «desestabilizar Medio Oriente» y de librar guerras injustas, y recibió la aprobación de personas que se habían pasado media vida defendiendo esas mismas guerras. Alguien que quería convertir el «gran viejo partido» en su vehículo electoral personal, y cuanto más descaradamente perseguía este objetivo, más puertas abría.
Según esta lógica, Trump tendría que ser «superado», por así decirlo, para derribarlo de su pedestal. Habría que ridiculizarlo y poner en duda su asertividad. Preguntarle dónde ha ido a parar el muro fronterizo prometido, por qué México no lo ha pagado y por qué los productos chinos siguen inundando el mercado estadounidense.
Acusarle de ser demasiado blando con los criminales y demasiado duro con los patriotas amantes de la libertad. Llámenle fracasado porque ha demostrado ser incapaz de llevar a cabo el programa «Hacer grande a América otra vez».
En resumen: volver sus propias armas contra él. Sin embargo, no es de esperar que DeSantis, con su actitud de esperar y ver, esté a la altura de las circunstancias en un futuro próximo. Es probable que el miedo a perder prematuramente el apoyo de los partidarios de Trump a los que aún hay que cortejar sea demasiado grande.
El empresario de biotecnología de origen indio Vivek Ramaswamy, quien también aspira a la nominación republicana y disfruta de la ventaja de poder lanzar sus golpes desde fuera del campo de visión político, es más hábil.
Aunque le respeta mucho, recientemente dejó constancia de que Trump fracasó en su lucha contra los cárteles y ha cumplido muy pocas de sus promesas: «Creo que estoy más cerca del Trump de 2015 que Trump está hoy del Trump de 2015», dijo.
No es una mala jugada para posicionarse como una alternativa para los votantes que quieren distinguir entre personalidades y posiciones políticas. Es una estrategia que ha tenido el éxito suficiente para que el desconocido Ramaswamy se sitúe ahora en las encuestas por delante de figuras establecidas del partido como Tim Scott y Nikki Haley, cuyas poco entusiastas campañas -ambas, obviamente, con la vista puesta en la vicepresidencia- siguen avanzando.
Para DeSantis, cuyas opciones son más limitadas, sigue siendo una lucha con armas desiguales, y contra el tiempo. Para demostrar que realmente tiene posibilidades reales, tiene que invertir cuanto antes la desastrosa tendencia de las encuestas y unir tras de sí a una amplia coalición de todos aquellos que tienen poco interés en un tercer intento del expresidente Trump.
Esto incluye a los republicanos moderados que reconocen a un pragmático consciente del poder detrás de la grandilocuencia retórica, al viejo poder establecido del partido que solo espera la oportunidad adecuada para liberarse del cautiverio babilónico de los últimos años, pero también a varios libertarios, evangélicos y conservadores de base de la órbita del ex aspirante presidencial Ted Cruz, que creían que Trump gobernaba con un excesivo dirigismo, o que no lo consideran suficientemente sólido ideológicamente.
Forjar y mantener una alianza tan heterogénea requiere no solo movilidad política y un fuerte juego de base, sino también un abultado botín de guerra y -al menos en este aspecto- DeSantis parece capaz de marcar.
A pesar del chapucero inicio, su campaña recaudó la friolera de 8,2 millones de dólares a las veinticuatro horas de anunciar su candidatura, mientras que Trump solo ha logrado recaudar 9,5 millones en los últimos seis meses. El hecho de que este hombre de la pequeña ciudad de Dunedin se haya ganado el corazón de tantos donantes es algo más que una señal de ánimo.
Cualquiera que disponga de suficientes recursos financieros en el infernalmente caro escenario de las elecciones primarias estadounidenses también puede pasar por un periodo de sequía aquí y allá sin tener que temer un colapso operativo directo. Y esto es seguro: en su lucha contra Trump, el chico del «eterno regreso», DeSantis necesitará hasta el último céntimo.
- Marco Bitschnau cursa un doctorado en sociología política en el Foro Suizo de Estudios sobre Migración y Población (SFM) de la Universidad de Neuchâutel y es investigador asociado en la Fundación Nacional Suiza para la Ciencia. Su investigación se centra en la migración, el populismo, la democracia y el estado del bienestar.