El vínculo de la australiana Samantha Castro con la organización mediática sin fines de lucro Wikileaks le provocó problemas con la Policía Federal Australiana. La activista asegura que la han seguido, que su coche fue registrado y que las autoridades la filmaron y fotografiaron, junto a sus hijos, en manifestaciones de protesta, informa Stephen de Tarczynski[1] (IPS) desde Melbourne.
Sam CastroCastro cree que la policía también intervino su cuenta de correo electrónico y su computadora, además de borrar los contactos de su teléfono.
«Invierten todo este tiempo y esfuerzo para perturbarme psicológicamente con la esperanza de que deje de hacer lo que estoy haciendo», afirma Castro, una coordinadora de operaciones de la organización Amigos de la Tierra que en 2010 cofundó la Alianza de Ciudadanos Australianos de Wikileaks, actualmente conocida como Alianza de Denunciantes, Activistas y Ciudadanos (WACA, en inglés).
Wikileaks difunde documentos y archivos oficiales y censurados relacionados con la guerra, el espionaje y la corrupción. Aunque ganó varios premios a la libertad de los medios de comunicación, también provocó la ira de distintos gobiernos, incluido el de Australia.
Castro explica que trabajar con el fundador de Wikileaks, el australiano Julian Assange – que permanece refugiado desde 2012 en la embajada de Ecuador en Londres, con el fin de evitar su extradición a Estados Unidos – llamó la atención de las autoridades sobre ella.
La activista cree que fue su vínculo con la organización de Assange lo que provocó el allanamiento de su casa en 2014, algo que atribuye a la policía.
«La razón de eso fue la información y el conocimiento (que tenía) cuando estaba con Wikileaks», señaló Castro a IPS, quien no denunció el incidente a la policía.
Aunque no faltaba nada de la casa, sus llaves estaban alineadas en la mesa de la cocina junto a un teléfono que había sido abierto. Castro tomó el hecho como un indicio de que estaba siendo vigilada: «Lo supe de inmediato. Fue un símbolo muy claro que querían que supiera que lo sabían», según Castro, y añadió que pasó «mucho tiempo» buscando micrófonos en su casa.
Aunque la policía no hace comentarios sobre sus operaciones en curso, se requiere una orden judicial para vigilar a una persona. IPS entiende que también se necesita la aprobación de un juez para entrar a una vivienda y colocar de manera encubierta un dispositivo de escucha: «He sentido la ira del estado de vigilancia desde que fundamos WACA», afirmó Castro.
No solo los activistas de organizaciones no gubernamentales como WACA se sienten presionados. Existe la sensación de que se está achicando el espacio para que la sociedad civil en general exprese su discrepancia o denuncie abusos. Aquellos que lo hacen se arriesgan al vilipendio público, a la pérdida económica y a la cárcel.
En su visita a Australia en octubre, el relator especial de la Organización de las Naciones Unidas, Michel Forst, expresó su sorpresa ante la situación: «Me asombró observar la creciente evidencia de una serie de medidas acumulativas que han generado simultáneamente una enorme presión sobre la sociedad civil australiana», declaró entonces.
Entre las cuestiones a las que se refirió Forst destacan el retiro de fondos a organizaciones ambientales e indígenas y las leyes contra las protestas y a favor del secreto, «particularmente en las áreas de la inmigración y seguridad nacional».
En 2015, el fiscal general George Brandis calificó a los ambientalistas que recurren a las acciones legales para promover su causa de «activistas verdes radicales» que «se involucran en demandas para detener importantes proyectos económicos».
El estado de Tasmania, según Forst, «priorizó los intereses empresariales y gubernamentales sobre los derechos democráticos de los individuos a protestar pacíficamente». Del mismo modo, una ley aprobada en marzo en el estado de Nueva Gales del Sur implica que los manifestantes corren el riesgo de pasar hasta siete años en la cárcel por interferir con actividades mineras.
Hace poco más de un año se aprobaron leyes de retención de datos, supuestamente por razones de seguridad nacional, que obligan a las empresas proveedoras de servicios a mantener los metadatos de las actividades de telecomunicaciones efectuadas por los australianos durante dos años.
Veintiún organismos estatales pueden acceder a los datos y solicitar una orden de información periodística para identificar la fuente confidencial de un reportero.
Paul Murphy, director general de la Alianza de Medios, Artes y Entretenimiento, un sindicato de periodistas, dice que la ética de la profesión requiere que los periodistas protejan la identidad de sus fuentes: «Los periodistas deben trabajar de manera más inteligente para asegurar que la gente valiente pueda contar sus historias con confianza y el periodismo de interés público pueda seguir desempeñando su papel vital en una democracia sana y funcional», argumentó.
Tampoco se salvaron aquellos en cargos superiores.
La profesora Gillian Triggs, presidenta de la independiente Comisión de Derechos Humanos de Australia, recibió críticas de varios ministros del gobierno desde la publicación en 2015 de su informe sobre la salud mental y física de los niños detenidos.
El entonces primer ministro Tony Abbott declaró que el informe tenía motivos políticos y que la comisión «debería estar avergonzada de sí misma», mientras que el ministro de Inmigración, Peter Dutton, dijo que gran parte del contenido era «obsoleto o cuestionable».
En octubre, otro ministro instó a Triggs a «mantenerse fuera de la política y a apegarse a los derechos humanos», mientras que el primer ministro Malcolm Turnbull confirmó el 16 de noviembre que el contrato de Triggs no se renovará cuando termine a mediados de 2017.
A pesar de todo, Triggs se defendió, un hecho que el profesor y activista Brian Martin considera que puede inspirar a otros «que quieran resistir».
Pero también tiene una contraparte. «Se podría decir que los ataques manifiestos, como aquél contra… Triggs, son una advertencia a los demás para que tengan más cuidado», observó Martin.
En 2015 también se aplicó la polémica Ley de la Fuerza Fronteriza, una norma que Forst describe como «sofocante».
En junio se le canceló el contrato a un psicólogo con gran experiencia en los centros de procesamiento de inmigración extraterritoriales de isla Manus, en Papúa Nueva Guinea, y Nauru, después de que hablara sobre las atroces condiciones en los campamentos destinados a los solicitantes de asilo.
Las disposiciones de la ley en materia de confidencialidad prevén una pena de prisión de dos años para todo aquél funcionario de inmigración y protección fronteriza que divulgue «información protegida», obtenida en el transcurso de su empleo.
- Traducido por Álvaro Queiruga
- Publicado inicialmente en IPS Noticias