Los ojos pueden ser las ventanas del alma, (frase acuñada por la pintora Margaret Keane que el falsario de su marido usaba para la venta de los cuadros, pintados por ella y firmados por él).
Dirigida y producida por Tim Burton (Charlie y la fábrica de chocolate, Big Fish) y protagonizada por Amy Adams (El hombre de acero, The Master) y Christoph Waltz (Django desencadenado, Malditos bastardos), la película Big Eyes – un drama sobre el matrimonio formado por el impostor Walter Keane y su esposa la pintora Margaret; sobre el acceso a la gloria del hombre en los años 1950 –a partir de los cuadros de niños con ojos inmensos, pintados por una esposa encerrada entre las cuatro paredes del hogar conyugal y produciendo a destajo- y las dificultades jurídicas que atravesaron una década más tarde, cuando ella decidió divorciarse y reivindicar la autoría de la obra.
Los Keane vivieron una mentira que alcanzó proporciones gigantescas y al mismo tiempo les permitió disfrutar de una fortuna más que saneada y una mansión como las de los divos de Hollywood de la época. Pese a que la historia reúne muchos ingredientes para hacer con ella un éxito de público, parece que el realizador Tim Burton (genial en películas como Eduardo Manostijeras y genialmente gore en La novia cadáver) ha perdido en el camino mucha de aquella genialidad y ahora ofrece un biopic de la controvertida pareja de los Keane sin ninguna profundidad y en el que parece que el talento le haya abandonado. Hasta el punto de que ambos -marido y mujer- no provocan la menor empatía y resultan odiosos.
Big Eyes es un melodrama más y además malo. Todo es lineal es esta historia de un fraude en el que participaron también críticos y coleccionistas de un arte bastante hortera y muy de segunda categoría, a base de acrílicos sombríos en los que destacan las pardas ojeras y las enormes pupilas oscuras de unos niños “perseguidos por la tragedia” (víctimas del holocausto, huérfanos, abandonados…), coletilla usada por el farsante Walter Keane en la presentación de sus muchas, y muy ovacionadas, exposiciones.
Todo es falso en esta especie de cuento de hadas del siglo XX que tiene como protagonista a una joven madre divorciada, de estética “estilo Marylin”, pintora de postales para boda, bautizos y felicitaciones navideñas, que se cruza en el camino con una especie de ogro que se casa con ella y, con su consentimiento, la encierra en una residencia de incontables habitaciones, jardín y piscina, y saca todo el jugo posible a su trabajo.
Cosas de las relaciones familiares cuando el machismo es la ley y la mujer –por muy pintora de escuela de trabajos manuales que sea- se presta voluntaria, y por momentos encantada, a convertirse en mera espectadora del ascenso social de su pareja (en este caso con todos los agravantes posibles, porque además de marido es su explotador).
Con el trabajo de Margaret, Walter no sólo compró la casa, también una galería de arte en la que vendió cuadros y “estampitas”, miles de carteles y tarjetas reproduciendo las caritas de los niños desgraciados; y logró convertir el negocio en un auténtico fenómeno cultural de “arte consumerista” (siguiendo el ejemplo de Andy Warhol), pasear por los platós de la televisión explicando el fenómeno de “su éxito” y retratarse junto a políticos y estrellas cinematográficas de la época.