La batalla contra la desinformación, que promueven gobiernos populistas interesados en desestabilizar la democracia, es la guerra silenciosa más sofisticada de nuestra época, advierte el diario El País.
Precisa que ante el cúmulo de mentiras que circulan en Internet, la sociedad ha reaccionado activando comandos civiles dedicados a desmontarlas «porque su ácido disolutivo se ha multiplicado a la velocidad de la luz, gracias a las redes sociales».
Y para analizar de dónde vienen y a quienes benefician las falsedades, una veintena de medios como El País, Washington Post, Guardian, Le Monde, Der Spiegel y Haaretz, formaron la organización Forbidden Stories (Historias Prohibidas).
Hace dos semanas escribí aquí, que el afán por checar notas que me parecen falsas partió de cuando hace ocho años conocí una fábrica de mentiras, instalada en Cuautla Morelos.
Ignoraba que existían otras, hasta que leí la denuncia hecha por El País el pasado 17 de febrero sobre la empresa española Eliminalia, que ha ganado millones de euros borrando de Google, las fechorías de violadores, corruptos, narcos y blanqueadores de dinero de 54 países.
A Eliminalia acudieron para eliminar las suyas, políticos mexicanos de los tres principales partidos PRI, PAN y PRD.
Entre otros los priistas Javier Duarte y Pedro Miguel Haces Barba, quien pagó 110.000 dólares para hacer desaparecer notas de 2019 y 2020.
El panista Miguel Ángel Colorado Cessa, quien borró 32 enlaces que le conectaban con el cartel de los Zetas.
Y el perredista Miguel Ángel Mancera, quien como jefe de gobierno de la Ciudad de México compró a sobre precio 501.000 alarmas vecinales a Seguritech; y desembolsó casi diez mil dólares para hacer desaparecer el artículo que publicó la revista Proceso.
Pagos mínimos si se comparan con los cientos de miles de dólares que costó a funcionarios venezolanos, ocultar inmuebles en Lisboa, Madrid y Miami.
Antes de la nota del 17 de febrero a que me referí arriba, El País había publicado el 31 de diciembre de 2022 un reportaje de Jesús Ruíz Mantilla titulado Cazadores de bulos, cruzados globales contra la mentira.
Que especifica que la desinformación masiva surgió en 2004 con la aparición de Facebook y arreció con Twitter en 2007, WhatsApp en 2009 y con Telegram en 2013, utilizada por Vladimir Putin, para clonar páginas de medios confiables: «Rusia es hoy, potencia en la materia y asesora a gobiernos y partidos de corte autoritario».
Más adelante, el reportaje sostiene que los vínculos de la petrolera rusa Lukoil con Telegram, fueron expuestos a The Guardian y New York Times, por Christopher Wylie y Brittany Kaiser, empleados de Cambridge Analytica.
Quienes aseguraron que en 2013 captaron para esa compañía, los datos de 87 millones de usuarios de Facebook para influir en sus comportamientos políticos, mediante «noticias» inventadas.
Y ambos comparecieron ante el parlamento británico para confirmar sus dichos.
«La dimensión de lo que revelaron fue tan estremecedora, publicó el Washington Post, que empezaron a formarse barricadas contra esa guerra de mentiras utilizada como arma contra la democracia».
Guerra que creció en 2016, para manipular el referéndum de la salida del Reino Unido de la Unión Europea, Brexit, que ganó por apenas tres puntos, ocho por ciento.
Se ha probado que los jóvenes y los mayores de setenta años, son el principal objetivo de las campañas de desinformación y que las mentiras surgen desde el poder.
Como las de Donald Trump, quien durante sus cuatro años en la presidencia hizo 30.573 afirmaciones falsas.
Bastantes menos, por cierto, que las de López Obrador en el mismo lapso.
Tanto asedio a la verdad motivó que diarios, periodistas, ingenieros y educadores, se reunieran para analizar cómo poder desmentir las calumnias que multitud de agentes, lanzan a las redes.
Y en 2018 se fundaron en Europa, International Fact-Checking Network, DisinfoLab, Lie detectors, Newtral y European External Action Service (EEAS), actualmente conectada con cincuenta organismos similares de treinta países.
Lutz Gellner, responsable de comunicaciones estratégicas de EEAS, sostiene que han documentado 167 mentiras sobre la guerra contra Ucrania; por ejemplo, que el presidente ucranio Volodímir Zelenski, es un satanista borracho.
Y que ésta y otras falsedades circulan en las mismas redes que apoyan a Putin y que al iniciarse la pandemia en 2020, la negaban y difundían supuestos remedios; como la dañina recomendación de beber dióxido de cloro.
«El Covid lo cambió todo, expresó Gellner, porque la difusión interesada de mentiras empezó a cobrar vidas».
En América Latina la principal plataforma de desmentidos es Factchequeado, con sede en Buenos Aires.
Brasil, con más de cien millones de habitantes que usan las redes varias horas diariamente, ha sido terreno fértil para la desinformación y su anterior presidente Jair Bolsonaro, adscrito al negacionismo científico, sacó de ellas enorme provecho.
Ahora, con el presidente Lula, Brasil se ha convertido en laboratorio para probar formas de combatirla; como una Fiscalía que la frene cuando sea usada contra políticas públicas o disperse discursos de odio.
Medidas parecidas son analizadas por el Tribunal Supremo de EEUU y el gobierno de la India, y mandatarios de otras naciones que entienden que la desinformación tiene mil vertientes y entraña graves riesgos para la democracia.
Concluye El País que las fábricas de mentiras han resultado tan buen negocio, que sus dueños han contratado servicios de fact-checkers y creado sus propias detectoras de falsedades, para combatir las ajenas.