El espectacular anuncio, el 17 de este mes, de una nueva relación entre Washington y La Habana, incluido el posible restablecimiento de amplias relaciones diplomáticas, puede ser (si se cumplen los plazos de la agenda anunciada por el presidente Barack Obama) el principio del fin de un enfrentamiento histórico que ha tenido durante varias décadas solamente un ganador y un principal perdedor, analiza Joaquín Roy* para IPS desde Miami.
El embargo decretado en los años 60 solo ha beneficiado predominantemente al gobierno (políticamente, claro) de Cuba. Así ha conseguido justificar casi todas sus carencias económicas y políticas culpando al bloqueo de Estados Unidos.
Durante décadas, hasta el final de la Guerra Fría, Washington justificaba su acoso económico como represalia por las confiscaciones de la Revolución Cubana en las propiedades, omnipotentes desde la independencia.
Basaba su oposición política por el divorcio de credos de gobierno. El enfrentamiento ideológico entre las dos grandes potencias (la Unión Soviética y Estados Unidos) sostenía un status quo, reforzado por la ley Helms-Burton y otras legislaciones punitivas, que todavía condicionan legalmente (hasta su eventual derogación) el mantenimiento del embargo, sobre la base del rechazo al sistema político y económico cubano.
Mientras tanto, el gran perdedor de este largo impase ha sido sistemáticamente el pueblo cubano, tanto los que fueron impelidos al exilio como la mayoría que ha residido en la isla, y que ha respaldado por la represión o voluntariamente el sistema, sin alternativas por los canales tradicionales de elecciones.
La amenaza de la reimposición de la histórica hegemonía de Washington en Cuba, sensible factor que se había instalado tempranamente en la siques cubana, ha seguido pesando hasta la actualidad.
Ante la evidencia de que el embargo había fracasado en su objetivo esencial (derribar el régimen de Cuba) y el impacto de la evolución demográfica del exilio (que ya no se guía exclusivamente por criterios ideológicos), el gobierno estadounidense no ha conseguido pasar la frontera de encarar la total normalización de las relaciones.
Esto se cimenta sobre una razón esencial: ningún presidente estadounidense quería pasar a la historia negativamente como el primero que había claudicado ante la tozudez de Fidel Castro, y ahora de su hermano Raúl. Se predecía que en vida de ambos no habría cambios sustanciales en la actitud de Washington, por el mantenimiento de los cimientos fundamentales del régimen cubano.
El establecimiento de un régimen marxista-leninista a un tiro de piedra de la localidad de Cayo Hueso, en el estado de Florida, seguía siendo un insulto difícil de encajar, ni siquiera con el paso del tiempo. Para la Casa Blanca, dar un paso más allá de ligeras reformas migratorias y viajes familiares no le revertía votos adicionales o le restaba apoyos.
Sin embargo, Cuba, desde ya hace más de dos décadas, no suponía un peligro como antes: no apoyaba a revolucionarios en otros países, no respaldaba terroristas, garantizaba paradójicamente la seguridad de Guantánamo, no se implicaba en la criminalidad organizada (como el tráfico de drogas) e incluso colaboraba en tareas de mediación y pacificación (Colombia).
Uno a uno, los líderes de América Latina (y del resto de mundo, desde China a Rusia) visitaban La Habana. La Organización de las Naciones Unidas seguía sistemáticamente, año tras año, condenando el embargo.
Mientras tanto, aunque Cuba había mejorado sus operaciones económicas exteriores, y ha reconvertido parte de su sistema en modesta competencia profesional, no era todavía un competidor en inversiones o turismo en su zona natural del Caribe ampliada.
A Washington lo único que le interesaba es que no se convirtiera en un riesgo de seguridad al sufrir más problemas internos que provocaran emigración descontrolada (como un segundo Mariel, como se conoce la gran ola migratoria de 1980).
De ahí que los militares y servicios de inteligencia estadounidenses confiaran en los cubanos para mantener el orden en futuras épocas difíciles.
En ese panorama, teniendo en cuenta la precaria situación económico-social de Cuba, había llegado el momento de garantizar la estabilidad. Entre el viejo dilema compuesto por dos argumentos aparentemente opuestos, pero en realidad complementarios.
Por un lado persistía la obsesión wilsoniana, en alusión al presidente Woodrow Wilson (1913-1921), de «buen gobierno» y de misión civilizadora en el resto del continente, y de un pudoroso intervencionismo, reforzado por la insistencia en el respeto de los derechos humanos.
Por otro lado, se imponía el pragmatismo de la alternativa práctica de la estabilidad. Washington se decantaba inexorablemente por esta segunda opción.
El mundo hoy es mucho más complicado que el anterior a los atentados del 11 de septiembre de 2001. Ha estado o todavía está en un par de guerras reales o virtuales, ante unos enemigos difusos y más peligrosos. Necesita el flanco sur bien protegido.
Ante las incertidumbres de América Latina, Obama ha jugado esta carta. Corre un riesgo y ahora depende de la sabia correspondencia de Raúl Castro.
Sin embargo, en otros capítulos de relativa calma en la relación entre Estados Unidos y Cuba, cuando un acomodo se ha visto como factible, uno de los dos extremos (en Washington-Miami y La Habana) ha optado por la táctica del descarrilamiento y ha formado una coalición con su homónimo en el otro bando.
A uno o al otro, o los dos unidos, les conviene la tensión. Está por ver si ese peligro se va a repetir.
- Joaquín Roy es catedrático de relaciones internacionales en la Universidad de Miami,
- Editado por Pablo Piacentini
- Análisis publicado inicialmente en IPS Noticias