Isabel Hernández Madrigal[1]
El cielo amenazaba lluvia. Dentro de la casa el anciano, solo desde hacía mucho tiempo, esperaba que con la tormenta ellos acudieran a visitarle. Sobre la mesa, situada a un lado de la chimenea, unos cuantos libros y unos papeles en blanco acumulaban el polvo de los años.
Inclinado hacia delante, sentado en una silla baja de enea, el anciano ataba, juntaba, cosía el esparto formando cestos, alfombras, banastas que luego vendería en el mercado de los jueves a las afueras del pueblo.
Comenzó a llover. Las gotas de lluvia golpeaban los cristales de la ventana creando una suave melodía que acompañaba al anciano en su trabajo. Sintió frío. El fuego de la chimenea estaba casi apagado. El anciano se levantó, atizó la lumbre y añadió unos cuantos leños de encina bien secos que enseguida comenzaron a arder. La habitación adquirió el color rojizo de las llamas y el calor se posó en los cristales de la ventana.
Fuera la lluvia se hizo intensa. Su música incesante resonaba con fuerza en los oídos del anciano que, apoyado en el marco de la ventana, miraba cómo el cielo se volvía cada vez más gris oscureciendo el camino que conducía al pueblo.
El viento comenzó a silbar alrededor de la casa, enredándose en el porche, en las contraventanas, en la chimenea. El anciano suspiró y volvió al trabajo con paso lento. Se frotó las palmas de las manos encallecidas por la cuerda de esparto. Tenía más de ochenta años y el rostro marcado por las arrugas de años de tristeza.
Trabajando en su taller al lado de la chimenea, el anciano esperaba tranquilo. Hacía muchos años ya que se había rendido. Un día de tormenta, en el que ellos desaparecieron para siempre, el gris se le metió dentro y fue apoderándose de él al igual que el cielo oscuro se apodera de los colores. Desde entonces vivía solo, con la única compañía de sus muertos que en días como éste acudían a visitarle.
Fuera el aire creaba tortuosas sinfonías. Un viento intenso, llegado de algún lugar lejano golpeó la puerta. El corazón del anciano empezó a latir con fuerza; eran ellos que venían a verle, a sentarse junto a la mesa de al lado de la chimenea; ella a leer sus libros y su pequeño a llenar de dibujos y colores los papeles, mientras él los miraba desde su rincón de trabajo, como antes.
A veces ella levantaba los ojos del libro y le miraba, él le sonreía y ella le devolvía la sonrisa mientras se retocaba el pelo. Otras veces, cerraba el libro poniendo una flor seca entre las páginas y se acercaba a la lumbre para calentarse las manos. Después, antes de volver a la mesa, se dirigía hacia él, le acariciaba con suavidad la mejilla y regresaba al lado de su hijo. El niño llenaba las hojas de dibujos y colores animado por su madre.
– Cierra los ojos y dime que ves, le decía ella.
– Una rana, contestaba el niño.
– Dibújala y píntala tal y como la has visto.
– ¿Mamá te gustan mis dibujos?
– Si hijo, mucho, corre ve a enseñárselos a tu padre, decía ella.
El niño corría hacia el padre con el dibujo en la mano, mientras ellos cruzaban sus miradas cómplices.
– ¿Me enseñarás a hacer cestos?, preguntaba el niño al padre.
– Sí muy pronto, le respondía él, cuando tus manos sean un poco más fuertes y el esparto no te haga heridas.
La lluvia cesó de repente sacando al anciano de sus pensamientos. Miró hacia la ventana con inquietud, su respiración se paró por unos segundos, el corazón le saltaba en el pecho y su cuerpo entorpecido por el paso de los años, puso alerta todos los sentidos.
El viento volvió a golpear con fuerza. El anciano se levantó de la silla, se dirigió a la puerta y la abrió. Un aire frío y húmedo le envolvió, apagó la lumbre y se instaló en la casa. Supo que esta vez no sería como siempre.
Al fondo, en el camino, una mujer y un niño le llamaban. Con paso lento y la mirada puesta en ellos, el anciano salió a su encuentro.
El viento soplaba con furia, impidiéndole avanzar. Entornó los ojos y los protegió con el brazo, apenas podía ver. Tropezó y cayó al suelo. Sus manos ásperas pararon el golpe. El anciano sintió crujir las rodillas al clavarse en el suelo mojado. Miró hacia ellos. El aire frío le arañó los ojos arrancándole dos lágrimas que resbalaron por su rostro hasta caer al suelo. Bajó la cabeza, respiró profundamente y se levantó con dificultad dispuesto a emprender una desigual batalla contra el viento.
– Esta vez no me dejaré vencer, se dijo. Esta vez no se irán sin mí.
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Relatos de Isabel Hernández Madrigal