Isabel Hernández Madrigal[1]
Jamás creí que un solo manotazo fuese suficiente para hacer rodar el mundo. Tenía la bola del mundo al alcance de las manos, suspendida entre sus ejes y un giro brusco, seguido de un revés involuntario, bastaron para ponerla en movimiento y es que, a veces, los principios de las cosas son mucho más sencillos de lo que nos creemos.
El mundo se salió de su órbita habitual y, como si con el guantazo se hubiesen desplazado todas las fuerzas que lo sostenían en su sitio, perdió la sujeción y comenzó a rodar sobre la mesa. Sin apenas tiempo de detenerlo, observé cómo pasaban por delante de mí, el océano Pacífico, Australia, el océano Atlántico, Brasil y casi al llegar al borde de la mesa el Pacífico de nuevo.
“Pacífico, curiosa palabra, pensé”, al tiempo que alargaba las manos tratando de salvar el mundo del peor de los desastres. Pero no llegué. No llegué a tiempo. Mis reflejos entre el enfado y la sorpresa se habían vuelto lentos, así que me quedé mirando cómo rodaba delante de mis ojos hacia su propia destrucción. Al llegar a la esquina de la mesa, la bola del mundo se detuvo unos instantes, tambaleante, como si dudara, como si asomarse al borde del abismo le produjese vértigo, un ligero movimiento de vaivén y se precipitó sin remedio hacia su destino.
Me eché las manos a la cabeza, encogí los hombros, entorné los ojos y me preparé mentalmente para el chasquido que produciría el rompimiento del mundo en su choque brutal contra el suelo. Escuché un golpe seco y metálico, como de hojalata y me asomé rápidamente para ver el destrozo. Para mi sorpresa, me encontré con el mundo intacto. Divisé la Antártida y Nueva Zelanda e imaginé, que el mayor daño se habría producido justo al otro lado, el que yo no veía. Sin embargo, como pude comprobar desde lo alto del precipicio de madera que me separaba del desastre, no llegó a romperse, y en las Islas Baleares y el Mar Mediterráneo solo se dejaba ver una ligera abolladura que no impidió que el mundo siguiera su camino.
Me quedé mirando como la bola rodaba suavemente, impulsada por la fuerza adquirida en lo que a mí me había parecido un catastrófico desastre, y avanzaba despacio en dirección a la pared. “¡Bonito universo!, me dije”, un suelo de parquet, una mecedora de madera, un colchón forrado de tela de colores, una mesita baja con un jarrón lleno de margaritas y un sol alto y luminoso con forma de bombilla. “¡Bonito universo, para este mundo viajero!, pensé”. El mundo seguía rodando ajeno a mis pensamientos y me dejaba ver, cada vez desde más lejos, los enormes océanos azules, los amarillentos países en los que se apoyaba como si de muletas se trataran, para seguir y seguir rodando. Su destino final apareció con claridad ante mis ojos, el movimiento cada vez más renqueante y lento dejaba adivinar que se detendría justo al llegar a la pared.
Salí de detrás de la mesa y me dispuse a recuperar la bola del mundo y volver a ponerla en su sitio. Dí solo unos pasos y presencié el milagro. Un ligero golpecito contra la pared, un vaivén impreciso, el saliente meridiano de Greenwicht y a pasos de tortuga el mundo emprendió viaje de nuevo. Sonreí ante lo que intuí como una bofetada a mi mente racional y calculadora y le vi de nuevo situado al borde de un precipicio con forma de escalera. Sin embargo, esta vez sabía que, aunque a mí me parecía que el mundo se precipitaba inexorablemente hacia su destrucción, el abismo, a veces, solo era algo que impulsaba, que daba fuerza, que imprimía movimiento.
Cerré los ojos y le escuché caer. Un sonido metálico de chapa golpeada me anunció el desplome sobre el primer peldaño, imaginé las Islas Hawai hechas pedazos, “es el primero, me dije” y esperé a que el reloj con forma de pelota siguiera dando las horas para mí. En mi cabeza, las dos se llevaron por delante el norte de África, las tres Nueva Zelanda y parte del océano Pacífico, las cuatro Canadá y Groenlandia, las cinco el sur de América y todas sus zonas verdes. Las seis tardaron un poco más en sonar porque el mundo en su rodar precipitado había adquirido ya un ímpetu juvenil que, en mi fantasía, le hacía saltar los escalones de dos en dos, de tres en tres. Cayeron Mongolia y Rusia con la séptima campanada, la octava se llevó por delante el océano Atlántico. La novena fue un ruido distinto, el mundo marchaba como una locomotora llena de carbón y fue directamente a aterrizar contra lo que yo adivinaba como la pared amarilla del pasillo, aplastando Japón y su civilización milenaria. Con el rebote la bola del mundo fue a parar al último escalón, arrojando en la décima campanada a América del Norte a un trágico final. El sonido de las once fue como un discreto chasquido que pareció abrir una brecha sobre el Índico y el Polo sur. Después los sonidos se mezclaron en un discreto repique que casi pedía permiso para posarse sobre la India y dar las doce. “¡Ahora parará!, me dije”.
Abrí los ojos. Por unos momentos pensé que la bola del mundo estaría destrozada y que la fuerza que la había hecho girar se habría agotado. Me asomé a la barandilla de la escalera para comprobar que efectivamente había dejado de rodar, pero no pude verla. La claridad del pasillo anunciaba que la puerta de entrada de la casa estaba abierta. Agucé el oído tratando de escuchar el leve tintineo que producía el mundo cada vez que giraba sobre el abultado meridiano de Greenwicht, pero no escuché nada, sin lugar a dudas el mundo había seguido su recorrido y yo le había perdido, le había perdido para siempre. Le imaginé rodando hacia la calle, escapando a todos los controles, libre, lleno de fuerza, precipitándose por desconocidos abismos que no harían más que impulsarle de nuevo hacia otros universos y es que, a veces, y por más que nos empeñemos, las cosas no acaban como nos gustaría y el mundo se nos termina yendo de las manos.
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Relatos de Isabel Hernández Madrigal