Isabel Hernández Madrigal[1]
No era una día como otro cualquiera. Era el primer día de un nuevo año y Lucía quiso planteárselo así, como algo nuevo, como una ventana abierta que dejaría entrar, otra vez, la luz en su vida.
Era primera hora de la mañana. Lucía miró a través de la cristalera del salón su calle desierta. Detuvo la mirada en las hojas secas que revoloteaban cerca del suelo formando remolinos. Hacía aire y frío, pero el día luminoso invitaba a salir. Se dirigió a la habitación, sacó del armario un chándal rojo, unas deportivas blancas y se vistió en silencio. Fuera, en el pasillo, se envolvió en un plumas ligero y suave. Antes de salir de casa se detuvo delante del espejo de la entrada, se recogió con una cinta roja la melena negra y salió a pasear. Iba hacia el parque, en el que tantas veces había jugado con Raúl, caminando ligera. Cruzó por el paso de peatones y bajó por San Patricio hasta la alameda. El día festivo aún no se dejaba notar en las calles.
Carlos sintió la ausencia de Lucía y abrió los ojos. Acurrucado, en la oscuridad del dormitorio, los amaneceres con Raúl entrando en la habitación y saltando sobre la cama, le llenaron de nuevo de inquietud y tristeza. Trató de quitarse esa imagen de la cabeza. Estiró las piernas, se rascó la barba entrecana y desaliñada, después se giró hacia el lado de Lucía para oler su almohada. Olía a ella, ese olor íntimo y dulzón, mezcla de perfume de lilas y sudor, que a él tanto le gustaba. Muchas veces antes había atenuado su ausencia buscando su olor por la casa. En la cama hundiendo la cara en la almohada, entre la ropa del armario, en su abrigo rojo colgado del perchero de la entrada, en la manta de elefantes azules del sofá, en la que se envolvía cada noche para ver la televisión. Así se mantenía presente, aunque no estuviese. Apenas le quedaba de ella más que su olor y Carlos lo sabía, por eso se aferraba a él cada mañana al abrir los ojos, por eso no quería levantarse de la cama, por eso no quería salir del dormitorio.
Lucía volvió del paseo con la cara sonrojada por el aire frío y un ramillete de hojas secas en las manos. Le gustaban las hojas secas. Sus colores pardos. El crujido que escuchaba cuando las aplastaba entre las manos. Los pedacitos que se le quedaban pegados en la palma y de los que era difícil desprenderse. Había jugado muchas veces con Raúl y las hojas secas del parque. A él le encantaban. A veces hacían pequeños montoncitos que luego deshacían a patadas. Otras veces intentaban coger las hojas que caían de los árboles y corrían, de un lado a otro, pretendiendo impedir que las hojas llegaran al suelo. Raúl reía a carcajadas mientras se afanaba por coger todas las hojas que podía entre sus pequeños brazos y lanzarlas al aire. “Llueve”, gritaba y salía corriendo tratando de evitar las lluvias de Lucía. Pero el juego preferido de Raúl, el que siempre terminaba jugando en casa con las hojas que guardaba en los bolsillos del pantalón, era el de aplastar hojas secas entre las manos, hacerlas pedacitos cada vez más pequeños frotando con los dedos y mirar cómo se le quedaban pegadas por más que colocase las manos boca abajo e insistiese en sacudirse. Carlos no lo entendía. No entendía ese juego que dejaba el suelo de la habitación del niño lleno de trocitos de hojas que luego había que barrer. A Carlos no le gustaban las hojas secas.
Lucía dejó el ramillete de hojas encima de la mesa de la cocina, se quitó el plumas y lo colgó en el perchero de la entrada, después se dirigió al dormitorio.
Desde la cama, Carlos escuchaba atento todos los sonidos que la vuelta a casa de Lucía le trasladaba. La llave en la cerradura, el leve crujido de la puerta pendiente de engrasar mientras se abría, el golpe ligero con el que siempre la cerraba, el ruido siseante del plumas al ser forzado a encajar en el perchero de la entrada junto a los abrigos, el sonido pegajoso de las zapatillas de suela de goma en el parquet acercándose por el pasillo. Carlos se enroscó sobre sí mismo como una serpiente, se tapó la cabeza con el edredón, y esperó. Ella pasó de largo en dirección a la cocina. Los sonidos desde allí le llegaban más lejanos, amortiguados por el edredón. Unos minutos de silencio en los que cerró los ojos y se dejó envolver por el dulce olor a lilas de la almohada. Después el sonido cada vez más cercano de nuevas pisadas de goma le puso en alerta.
La puerta de la habitación se abrió. Lucía entró resuelta caminando hacia la ventana y descorrió las cortinas lo suficiente como para iluminar el dormitorio. Carlos sacó la cabeza de debajo del edredón y, cegado por la luz, la miró con dificultad.
– Hoy tampoco vas a levantarte, dijo Lucía, con tono de reproche.
Carlos hundió la cabeza en la almohada, aspiró su olor tranquilizante y se acurrucó en la cama.
– No, contestó, aún no.
Lucía se dio la vuelta con brusquedad y salió del dormitorio dejando la puerta abierta. En el pasillo se apretó los brazos alrededor de la cintura. Sentía el estómago encogido y una presión en el pecho que no le dejaba respirar y que ascendía hasta la garganta queriendo salir. Se paró un momento y respiró lo más profundamente que pudo. Tenía que conseguir calmarse. Siguió hasta la cocina, se detuvo al lado de la mesa y agarró con fuerza unas cuantas hojas secas que deshizo en cientos de pedazos.
El sonido cada vez más agitado de la suela de goma de las deportivas en el parquet le hizo saber a Carlos que tenía que levantarse. Hizo un esfuerzo enorme, desmedido, para salir de la cama, como si el edredón que le arropaba fuera una gran losa de granito como la que cubría a su hijo. Sentado en un extremo del colchón buscó con los pies las zapatillas de cuadros que Lucía y Raúl le habían regalado en su cuarenta cumpleaños y en pijama, con el pelo alborotado y sucio, apareció en la cocina.
– ¿Quieres algo para desayunar? Preguntó Lucía sin mirarle
– Un café, solo un café, contestó.
– Tienes que comer algo Carlos, así no puedes continuar, dijo Lucía girándose hacia él.
– No tengo ganas ¿No te das cuenta?
– Si, me doy cuenta, le dijo respirando hondo, mientras ponía una taza llena de café sobre la mesa.
Lucía se tomó su café de pie, al lado de la mesa de la cocina, clavando los ojos en los lentos movimientos que Carlos hacía con la cabeza al acercarse la taza del café para beber. Detuvo la mirada en su pelo sucio que se abría formando surcos sobre su cabeza y sintió asco, después miró su rostro consumido y triste y quiso salir corriendo. Comenzó a recoger la cocina inquieta, haciendo chocar unos cacharros con otros en el fondo de la pila.
– ¿Vas a hacer algo hoy?, preguntó Lucía, mientras aclaraba los vasos del café.
– Nada, me vuelvo a la cama, respondió Carlos con indolencia.
– Carlos, por dios, esto es un infierno.
– No, dijo Carlos, esto ya no.
Con el mismo esfuerzo con el que se había levantado de la cama, Carlos apoyó las manos sobre la mesa de la cocina para incorporarse y ponerse en pié. Fue entonces, en ese preciso momento, cuando su mirada se detuvo en las hojas secas que había encima de la mesa. Raúl jugaba siempre con ellas. Alargó la mano queriendo cogerlas, pero Lucía, de pié a su lado y atenta a sus gestos, se le adelantó, “son mías”, dijo, tapando las hojas con su mano derecha. Carlos levantó la mirada hasta encontrar los ojos de Lucía, y buscó en ellos algo que no le fuera ajeno.
– Me marcho, dijo Lucía, con la mirada y el gesto decidido.
Carlos no contestó. Salió de la cocina arrastrando las zapatillas de cuadros sobre el parquet. El pasillo le pareció infinito. Apoyó una mano en la pared y recorrió esa distancia que le separaba de la habitación y que parecía no acabar nunca. En la soledad del dormitorio, la imagen de Raúl saltando sobre la cama se le presentó de nuevo. Se acercó a la ventana, cerró las cortinas, se acostó y debajo del edredón aún caliente, volvió a encontrarse con el olor anestesiante de Lucía.
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Relatos de Isabel Hernández Madrigal