Cuando la recién fallecida Madeleine Albright fue designada en 1997 para convertirse en la primera mujer secretaria de Estado de Estados Unidos, algunos manifestaron sus dudas sobre si «una mujer podía enfrentarse a los líderes mundiales», informa Thalif Deen¹ (IPS) desde Naciones Unidas.
«Madeleine disipó rápidamente esas dudas erróneas», afirmó el actual secretario de Estado, Antony Blinken, en un homenaje a Albright, fallecida el 23 de marzo a los 84 años. No había duda de que, en cualquier sala, era tan dura como cualquiera, y a menudo más. Eso sí, no siempre fue fácil.
Blinken contó que, al parecer, llegó a su primera reunión del Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), como nueva embajadora de Estados Unidos, y bromeó: «quince asientos y catorce hombres, todos mirándome».
Ella fue la representante de Estados Unidos en la ONU desde 1993, recién llegado a la presidencia Bill Clinton (1993-2001), hasta que este la nombró como su jefa de la diplomacia, donde permaneció hasta el fin de su mandato.
Albright aseguró sobre aquel estreno que cuando vio la placa en su asiento, en la que se leía Estados Unidos de América, sus nervios desaparecieron: «Pensé que si no hablaba hoy, la voz de Estados Unidos no sería escuchada. Cuando finalmente hablé, fue la primera vez que representé al país de mi naturalización, el lugar al que pertenecía».
La diplomática había nacido en la entonces Checoslovaquia, desde donde su familia emigró a Estados Unidos en 1948, cuando ella tenía once años.
Albright, conocida por su firme posición en la diplomacia internacional, era también una feminista y una firme defensora de la igualdad de género. Cuando hizo campaña a favor de Hillary Clinton, candidata a la presidencia en 2016, Albright dijo en una reunión de posibles votantes: «Hay un lugar especial en el infierno para las mujeres que no ayudan a otras mujeres».
Sin embargo, cuando era la embajadora de Estados Unidos en las Naciones Unidas, Albright mantuvo una larga, apasionada y áspera batalla con el secretario general de la ONU, el egipcio Boutros Boutros-Ghali (1992-1996), quien había llegado al cargo tras ser viceprimer ministro de su país.
La independencia de Boutros-Ghali como secretario general es un mito perpetuado sobre todo fuera de las Naciones Unidas.
Sin embargo, como funcionario internacional, se espera precisamente que se desprenda de sus lealtades políticas en la puerta giratoria de la ONU a la entrada del edificio de la Secretaría General, cuando se tome posesión del cargo, y lo que es más importante, que nunca solicite ni reciba instrucciones de ningún gobierno.
Pero prácticamente todos los secretarios generales -nueve en total hasta ahora- han jugado en sintonía con las principales potencias del mundo, violando el artículo cien de la Carta de la ONU.
Boutros-Ghali, el único secretario general al que se le negó un segundo mandato debido a un veto negativo de Estados Unidos, y que falleció en febrero de 2016, desveló las insidiosas maniobras políticas que se llevan a cabo dentro del edificio de cristal en la orilla del río Este en Nueva York.
Ese único voto contrario a la reelección lo emitió Albright
Estados Unidos, que predica el concepto de la regla de la mayoría al mundo exterior, ejerció su veto a pesar de que Boutros-Ghali contaba con catorce de los quince votos del Consejo de Seguridad, incluidos los votos de los otros cuatro miembros permanentes y con poder de veto del Consejo: China, Francia, Reino Unido y Rusia.
Durante sus cinco años en el cargo, Boutros-Ghali mantuvo una fuerte y polémica relación con Albright.
En su obituario sobre Albright tras su fallecimiento, The New York Times recordó que ella era una gran desconocida hasta que Bill Clinton asumió la presidencia y la nombró como embajadora ante la ONU.
A lo largo de un período de cuatro años, según el diario, se convirtió en una dura defensora de los intereses globales de Estados Unidos. Pero ella y Clinton «se enfrentaron repetidamente con Boutros-Ghali por las operaciones de mantenimiento de la paz en Somalia, Ruanda y la guerra civil de Bosnia».
En su libro de 368 páginas titulado «Unvanquished: A US-UN Saga (Invicto: Saga EEUU-ONU)», publicado en 1999, Boutros-Ghali ofreció una visión privilegiada y de primera mano sobre cómo las Naciones Unidas y su secretario general fueron manipulados por el miembro más poderoso del organismo: Estados Unidos.
A finales de 1996, Albright, siguiendo instrucciones del Departamento de Estado estadounidense, estaba obsesionada con un único asunto que había dominado su vida durante meses: la «eliminación» de Boutros-Ghali de la ONU, según el libro.
El secretario general adjunto de la ONU de entonces, el estadounidense Joseph Verner Reed, es citado diciendo que había escuchado a Albright decir: «Haré creer a Boutros que soy su amiga; luego le romperé las piernas». Tras observar meticulosamente su actuación, Boutros-Ghali concluyó que Albright había cumplido su misión diplomática con habilidad.
«Había llevado a cabo su campaña con determinación, sin dejar pasar ninguna oportunidad de demoler mi autoridad y empañar mi imagen, todo ello mostrando un rostro sereno, luciendo una sonrisa amistosa y repitiendo expresiones de amistad y admiración», escribió.
«Recordé lo que un erudito hindú me dijo una vez: no hay diferencia entre la diplomacia y el engaño», afirmó Boutros-Ghali en su libro.
Durante su mandato, Boutros-Ghali señaló que, aunque fue acusado por Estados Unidos de ser «demasiado independiente» de Washington, al final hizo todo lo posible por complacer a los estadounidenses, aunque eso no evitó su «no» a un segundo mandato de cinco años.
El exjefe de la ONU recordó una reunión en la que le dice al entonces secretario de Estado, Warren Christopher, que muchos estadounidenses habían sido nombrados para puestos de la ONU «a petición de Washington, a pesar de las objeciones de otros Estados miembros de la ONU».
«Lo había hecho, le dije, porque quería el apoyo de Estados Unidos para tener éxito en mi trabajo (como secretario general», aseguró Boutros-Ghali. Pero Christopher se negó a responder.
Boutros-Ghali también contó que Christopher había intentado convencerle de que declarara públicamente que no se presentaría a un segundo mandato como secretario general. Pero él se negó.
«Sin duda, no se puede destituir al secretario general de las Naciones Unidas por un dictado unilateral de Estados Unidos. ¿Qué pasa con los derechos de los otros (catorce) miembros del Consejo de Seguridad?», preguntó a Christopher, según su relato. Pero Christopher «murmuró algo inaudible y colgó, profundamente disgustado».
Una de sus «acaloradas disputas» con Albright fue por el nombramiento de un nuevo director ejecutivo del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) en 1995. Fue una disputa «que pareció irritar a Albright más que cualquier otro asunto anterior entre nosotros», dijo Boutros-Ghali.
Clinton quería para el cargo a William Foege, antiguo director de los Centros de Control de Enfermedades de Estados Unidos, para sustituir a James Grant al frente de la agencia.
«Recordé que el presidente Clinton me había presionado para que lo nombrara (a Foege) cuando nos reunimos en el Despacho Oval (de la Casa Blanca) en mayo de 1994», afirma el ex secretario general en su libro.
«Le respondí (a Albright) lo mismo que le dije entonces al presidente Clinton: que, aunque el doctor Foege era sin duda una persona distinguida, lamentablemente no podía complacerlo», escribió.
También le dijo a Clinton que se comprometía personal y públicamente a aumentar el número de mujeres en los altos cargos de las Naciones Unidas, y que Unicef se beneficiaría especialmente del liderazgo de una mujer.
Dado que Bélgica y Finlandia ya habían presentado candidatas «destacadas» y que Estados Unidos se había negado a pagar sus cuotas a la ONU y también estaba haciendo «comentarios despectivos» sobre el organismo mundial, ya no había una aceptación automática por parte de otras naciones de que el jefe de Unicef debía ser inevitablemente un hombre o una mujer estadounidense, era uno de sus argumentos.
«Estados Unidos deberían seleccionar a una mujer como candidata», le dijo a Albright, «y luego veré lo que puedo hacer», ya que el nombramiento implicaba una consulta con los 36 miembros de la Junta Ejecutiva de Unicef.
«Albright puso los ojos en blanco e hizo una mueca, repitiendo lo que se había convertido en su expresión habitual de frustración conmigo», escribió en sus memorias.
Cuando la administración Clinton siguió presionando la candidatura de Foege, Boutros-Ghali dice que «muchos países de la Junta de Unicef se enfadaron y me dijeron que dijera a Estados Unidos que se fuera al infierno».
La administración estadounidense acabó presentando una candidata alternativa: Carol Bellamy, antigua directora del Cuerpo de Paz.
Aunque Elizabeth Rehn, de Finlandia, obtuvo quince votos frente a los doce de Bellamy en una votación provisional, Boutros-Ghali dijo que apeló al presidente de la Junta para que convenciera a los miembros de lograr un consenso sobre Bellamy, de modo que Estados Unidos pudiera continuar con el monopolio que mantenía sobre la agencia desde su nacimiento en 1947.
Y así, Boutros-Ghali se aseguró de que el puesto de director ejecutivo de Unicef siguiera siendo el derecho de origen de Estados Unidos, que prosigue hasta la fecha, pero logrando introducir en cambio en la persona elegida.
- Este artículo incluye extractos de un libro recién publicado sobre las Naciones Unidas titulado «No Comment…and Don\’t Quote Me on That (Sin comentarios… y no me cite en esto)», descrito como una sátira salpicada de anécdotas políticas, cuyo autor es el mismo de este artículo.