Migración michoacana (1 de 2 partes)

Era corresponsal de La Jornada en Michoacán cuando Margarita, la muchacha que me ayudaba en casa, me invitó como madrina de boda de coche y tanque de gas.

Con mi auto muy adornado, llegué a la casa de sus padres en Parritas, humilde pueblo distante por brecha dos horas de la mía en Lomas de Santa María; las mujeres estaban preparando arroz, mole y corundas para el festejo; olía rico y Margarita parecía feliz en su vestido blanco y guantes casi hasta el hombro.

Ya en la iglesia, pasaba el tiempo y el novio no aparecía.

Y se empezó a rumorar que de madrugada había huido con todo y regalos a un pueblo vecino a ponerle casa a un tianguista, porque era gay.

Agobiada y llorosa, Margarita aceptó irse pal otro lado con la parentela llegada de California, para no pasar en Morelia la humillación.

Regresó como a los cuatro años y me fue a ver con dos hijitos, «a los que no puedo zamarrear agusto si lloran, porque los vecinos hablan al 911» y un esposo que colocaba techos «es rufiero».

Y me contó que en California vivían miles de michoacanos y debía ir «para que eche a su periódico, por las que estamos pasando».

Me entusiasmo la idea, La Jornada la aprobó y todo febrero y parte de marzo de 1991 estuve recorriendo ese estado; séptima economía mundial, gracias en mucho al trabajo mexicano.

Pensando que la mejor forma de relacionarme con desconocidos sería en autobuses, abordé muchísimos.

Y después de platicar un rato con quienes se identificaban michoacanos, decenas me invitaron a conocer sus casas y lugares de trabajo.

Entrevisté a cónsules y policías y escribí diez artículos que ganaron premios y aquí resumo ante el acoso de Trump, contra quienes con su trabajo han enriquecido su país.

Empecé en San Diego, primer lugar al que llegaban los ansiosos de quedarse en California y por cuya frontera se daban 65 millones de cruces al año; era la más transitada del mundo.

Estaba como cónsul general de México Enrique Loaeza Tovar, a quien tenía confianza porque fue compañero en el Instituto Patria de mi hermano Manuel,

Y me impactó su dedicación al trabajo y compromiso en defensa de los compatriotas, porque la migra detenía a cerca de dos mil mexicanos al día, uno de cada cuatro de los que lograban pasar.

Loaeza y su cónsul de Protección, Marcela Merino, habían implementado un «consulado móvil» para ir a las viviendas de cartón y lámina en las cañadas de difícil acceso alrededor de San Diego, a informar a los recién llegados de que, aun careciendo de papeles migratorios, tenían derechos que debían ser respetados.

Y me dieron excelente información sobre la violencia «institucional, económica, física y mental» que las corporaciones policíacas y los coyotes ejercían contra los mexicanos; asegurado que era más penado el robo de coches, que el asesinato a manos de la policía de un indocumentado y muy difícil enjuiciar a los coyotes, porque se declaraban culpables y evitaban la cárcel.

Luchaban también para que la repatriación de los niños menores de doce años que viajaban solos, el año anterior lo habían hecho casi 3.500, se diera en las mejores condiciones.

Radicaban entonces en California alrededor de ocho millones de mexicanos; más del treinta por ciento de ellos, eran michoacanos y podía transitarse por todos lados sin hablar una palabra de inglés.

La emigración era una brutal sangría de hombres, en pueblos como Parritas, Ichaqueo, Sahuayo, Tangamandapio, Cotija, Peribán, Aguililla y decenas más, donde solo quedaban niños, mujeres, viejos y familias destrozadas.

Siempre temiendo que algún día les llamaran para decirles que su hijo o esposo había muerto en alguno de esos pueblos cuyos nombres ni pronunciar sabían, y que para mayor desesperación les enviaban en ataúdes de cartón.

Y estaban llenas de michoacanos lugares como Redwood City, Planada, Valle de San Gabriel, Santa Inés, Petaluma y muchas otros, ubicados en los tres condados con mayor población Los Ángeles, el rico Valle Imperial y San Francisco.

El día que subí al autobús que iba de Inglewood a esa ciudad, una de las 68 colonias de Los Ángeles, iba atestado de mexicanos y unos cuantos negros que compartían la marginalidad en trabajos, salarios y viviendas.

Al llegar a la calle Broadway, nos bajamos; eran empleados o dueños de los modestos comercios que formaban un conglomerado muy similar, al de San Juan de Letrán, en la capital mexicana.

Destacaba el letrero Carnitas michoacanas, donde Juan Ramírez engullía un taco de buche, luego de otro de trompa con orejita; era de Cotija, estaba contento y trabajaba como albañil, uno de los empleos mejor pagados, cobrando 37 dólares la hora, «que en mi tierra no gano en una semana».

Enfrente vendían champurrado, churros, uchepos y corundas; poco más allá, morisqueta tan rica como la de Apatzingán.

Y en el café de chinos de al lado, atendían meseros de Zamora «no crea que no extrañamos, tenemos nuestro corazón en Michoacán y por eso estamos en Los Ángeles, que ya casi es México; ellos nos robaron el estado, así que no pueden quejarse de que véngamos tantos, aunque nos llamen bullshit y no nos den nuestro lugar».

Y culparon a los gobiernos mexicanos de la emigración; «es tanta la robadera que México no avanza».

Se decía que «todo Aguililla vivía entonces en Redwood City» precioso pueblo de sesenta mil personas, ubicado a cuarenta kilómetros de San Francisco y donde los comercios se llamaban Tacos Aguililla, chocomiles Rincón Tarasco, Supermarket Apatzingán…

Se vendía jabón zote, zacates para bañarse, chiles jalapeños, Chocolate Abuelita, mole Santa María y de pan dulce, cuernos, alamares, conchas y chilindrinas.

Y por supuesto tortillas, «de harina bien blanca y no amarillenta y apestosa como allá», en paquetes de tres docenas por medio dólar.

A nadie perseguía la migra y el sheriff Lois Zarelli, tenía buena impresión de los michoacanos, «por su comportamiento ejemplar».

Y si todo Aguililla vivía en Redwood City, medio Sahuayo y la mitad de Chavinda, radicaba en Oxnard Drive, donde cosechaban almendras y duraznos y tenían que recorrer hasta veinticinco veces cada surco, para llenar el mínimo de cincuenta cajas de quince libras cada una que se les exigía; terminada la cosecha los podaban «bien abajo para su buen retoño».

Cerca del precario campamento donde vivían, estaba la estatua de George Fricks; patrón asesinado en 1900 por un mexicano «harto de ver como humillaba a los paisanos».

Teresa Gurza
Periodista. Soy mexicana, estudié la carrera de Historia y soy Locutora, Cronista y Comentarista y Licenciada en Periodismo, pero ante todo reportera. Me inicié en televisión en 1970 y fui reportera, conductora y productora de programas noticiosos; reportera de asuntos especiales de los diarios El Día, UnomásUno y La Jornada, y corresponsal en la Unión Soviética, Checoslovaquia y Michoacán. Por razones familiares, mi marido era chileno, viví en Chile más una década. He recibido muchos premios y reconocimientos, entre ellos el Nacional de Periodismo en Reportaje y ahora radico en México y escribo artículos para Periodistas en Español y otros medios.

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