Isabel Hernández Madrigal[1]
¿Dónde estás pequeña? Sé que estás aquí. Sé que me oyes. Sé que estás aquí en algún rincón dentro de mí y que te escondes. Pero me estás dejando sola y tú lo sabes. Sola con toda la noche por delante. Sola con el Lexatín, con sus indicaciones, contraindicaciones, precauciones, interacciones. Sola con su sobredosis. Ya está, una para dormir y acabar con la ansiedad, la tensión, la depresión, el nerviosismo.
Mira qué fácil. Tú eres muy niña aún. No entiendes ni sabes de lo que hablo. Tú duermes muy bien. Pero sabes, yo no. Yo no duermo y quisiera dormir. Quisiera dormir toda la noche a pierna suelta. Quisiera dormir profundamente para que ni mis sueños lograran despertarme. Pero nada es fácil cuando eres mayor y además de tus sueños tienes dentro una niña pequeña que se esconde y otro yo que no es tú, pero que no para de hablarte y no te deja tranquila. Ya está, otro Lexatín, dos mejor que uno.
Esto es lo bueno de estos medicamentos modernos. Que tú te complicas la vida con la niña pequeña que hay en ti y con otra que también está en ti pero que no eres tú, pues te subes al tren del Lexatín que sin duda terminará llevándote a la cama. Que no logras dominar esos fantasmas que acuden para asustarte y que además te sientes hecha una mierda, pues tomas más Lexatín que al parecer tres pastillas es una cosa bastante normal y no es sobredosis.
Es una suerte que ese día mirara el periódico. Eran rusas, viejas, feas, hermanas, siamesas. Eran dos porque tenían dos cabezas, dos corazones, cuatro brazos. Eran una porque tenían una pelvis y dos piernas. Leí esa historia triste y grotesca. Habían vivido encerradas, apartadas como monstruo creado al azar por la naturaleza que, en su perversión extrema, las había unido para siempre en un solo sexo. Dos mujeres en una. Una de ellas parecía más débil, al parecer, no podía con su destino y se había dado a la bebida. Sí, era una borracha enferma de tanto beber, a la que su hermana cuidaba en sus noches oscuras y a la que la enfermedad le daría la ocasión de morir seguramente pronto, arrastrando a la otra a una muerte segura en este sin sentido de la vida.
Lo vi tan claro entonces, supe que esa otra que hay dentro de mí es mi siamesa y que si no la he visto es porque está a mi espalda, compartiendo mi cuerpo. Un cuerpo y dos cabezas. Por eso necesito más Lexatín que otras personas. Tengo que dormir a dos. Ya está, otra más, son cuatro. Cuatro aún no es sobredosis. Son dos para cada una, para dormir de una vez y estar tranquilas. Monstruo de la naturaleza, eso es lo que soy.
_ ¿Y la pequeña? ¿Qué hay de la niña pequeña escondida?
_ ¿Tú qué crees, siamesa? Dime qué harías si fueras una niña pequeña y te encontraras dentro de un cuerpo con dos cabezas. Dime qué harías si esas dos cabezas estuvieran siempre disputándose tu pertenencia y reclamando tu infancia. Dime qué harías, si asomaras la nariz y vieras este monstruo de la naturaleza que si no echa fuego por la boca poco le falta.
_ Me escondería, claro, como ella.
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Relatos de Isabel Hernández Madrigal