En la guerra de Siria, todo está permitido. Las alianzas se hacen y se deshacen, el enemigo de ayer se convierte en aliado coyuntural. Todo es frágil, fugaz, pasajero. La lógica no acompaña las oscuras maniobras de los protagonistas.
Hace apenas unos días, los rotativos del “primer mundo” se hacían eco de una sorprendente noticia: los Estados Unidos facilitarán armamento a la Unidad para la Protección del Pueblo (YPG), milicia kurda de corte marxista, cuyos integrantes comparten el ideario del Partido de los Trabajadores de Kurdistán (PKK), agrupación turca que figura en la lista negra de “movimientos terroristas” elaborada por Washington y… Bruselas.
Ni que decir tiene que la asombrosa noticia provocó un hondo malestar en Ankara. El Gobierno Erdogan, que lleva un encarnizado combate contra las unidades del PKK, había contemplado la posibilidad de llevar a cabo bombardeos contra las bases de los kurdos sirios de la Unidad para la Protección del Pueblo, acusando a los dirigentes de este movimiento de ser la punta de lanza del Partido de los Trabajadores del país otomano. Pero las milicias del YPG cuentan con instructores rusos y, desde hace ya algún tiempo, con asesores militares estadounidenses. Atacar las instalaciones de la Unidad para la Protección del Pueblo implica conflicto potencial con los dos aliados de Ankara: Moscú y Washington.
Los Estados Unidos optaron por orientar su ayuda indirecta a través de las Fuerzas Democráticas Sirias, conglomerado de agrupaciones laicas que combaten contra el Estado Islámico y las Brigadas al Nusra, emanación de Al Qaeda. Su meta: la defensa de la democracia, el federalismo y el laicismo. Nada que ver con la ideología de sus contrincantes, los primeros combatientes enviados a Siria hace un lustro por Arabia Saudita o Qatar y financiados en su momento por el Pentágono y la CIA.
Conviene recordar que la acción desestabilizadora de Washington, cuya principal apuesta fue el derrocamiento de Bashar al Assad, coincidió con el inicio de las mal llamadas “primaveras árabes”, maquiavélica maniobra destinada a sustituir a los regímenes autocráticos por… gobiernos islamistas pro occidentales. Un craso error de cálculo cuyas graves consecuencias pagarán tanto Oriente como Occidente.
¿Apoyar a los movimientos pro marxistas? Este sorprendente cambio de rumbo de la Administración estadounidense obedece, ante todo, a la incoherencia de la política exterior de los Estados Unidos, a las alianzas defensivas “sui generis” que perjudican, a la larga, los intereses del “primer mundo”. Basta con recordar el fracaso de la estrategia estadounidense en Afganistán, Irak, Siria, Yemen… Los intentos por cambiar la faz del mundo, del mundo árabe musulmán, resultaron contraproducentes, cuando no peligrosos.
El acercamiento a la Unidad para la Protección del Pueblo recuerda, extrañamente, el enfrentamiento indirecto contra la antigua URSS en suelo afgano. Sin embargo, en el caso de Siria la problemática es mucho más compleja. No se trata sólo de neutralizar la creciente presencia militar rusa en suelo sirio, sino de establecer lazos con un pueblo, el kurdo, que sueña con la creación de un Estado transfronterizo. El gran Kurdistán, esa “región sin confines” que contemplan los ideólogos del PKK, se extendería a los territorios de Irán, Irak, Turquía y Siria.
Huelga decir que hoy por hoy el único experimento viable es el Kurdistán iraquí o, mejor dicho, la región autónoma de Kurdistán, universo aparte teledirigido por Norteamérica y sus aliados israelíes. Sin embargo, cuando la etnia kurda de Siria decidió convertir la ciudad de Qamishli en “su” capital federal, la respuesta de Washington fue rápida y contundente: “No way” (¡ni se os ocurra!) ¿De veras no way?
En Siria, al igual que en Afganistán, en Irak, en Yemen, el enemigo del enemigo no será, forzosamente, un amigo.