Vigésimo sexto día del quinto mes. Al principio volar no me gustaba nada, me daba miedo. La primera vez que me ofrecieron incorporarme a esta nave lo rechacé de plano, no me subiría ni a un simple avión. Pero la vida te lleva por caminos insospechados.
Ya conocía a aquella mujer y estaba rondando a su alrededor desde hacía mucho tiempo con resultados alentadores pero nada definitivos.
Un día recibí una llamada en la que me contaba que estaba haciendo un curso de parapente y que para el último día, el día del gran salto, quería que fuese a recogerla y la contemplase volar.
Como no podía perder cualquier oportunidad de estar en su compañía cogí mi coche y me planté en un lugar perdido de Guadalajara donde hay unos cerros de cierta altura. Llegué con tiempo suficiente de ver los preparativos para el salto y sentí lo emocionada que estaba ella con la experiencia, y lo emocionados que estaban algunos contemplándola. Quizás fue eso, pero empecé a inquietarme un poco.
Pero cuando subimos al cerro y vi desde dónde iba a saltar ella sola, después de un curso de sólo tres días, de ver dónde estaba el suelo en el que tenía que aterrizar entré en pánico y comencé a hacer el ridículo delante de todo el mundo, pidiendo, rogando, suplicando que no se lanzara por ese precipicio. Finalmente, solo bastó una mirada suya para paralizarme y conseguir que la dejara en paz; como siempre, sabía lo que hacía.
Y saltó, y voló, y le gustó tanto la experiencia que semanas después estábamos llegando a cimas más altas para continuar con su formación voladora.
Formación a la que me tuve que añadir porque los cielos se comparten con otros animales voladores que están al acecho de cualquier debilidad, buitres carroñeros, que habían detectado mi miedo a volar y no estaban dispuestos a dejar pasar la ocasión de cortejar tan hermosa criatura.
Así, que ya me pueden imaginar tragándome mis temores, poniéndome la equipación, mono, arnés, casco, walki-talkie, para comenzar a correr ladera abajo y desplegar el parapente, así durante varios días hasta hacer pequeños despegues y aterrizajes para dominar la técnica.
Hicimos varios saltos desde alturas más elevadas cada vez, con vuelos altos desde donde pude dejar claro que también estaría a la altura si había que marcar territorio.
El último día del curso era el del gran salto, todos mis temores, ciertos o no, se habían disipado, mi miedo a volar había desaparecido a medida que me sentía seguro manejando la vela.
La sensación de despegar del suelo, notar que la tela del parapente se despliega, tira ligeramente de ti, y comienzas a volar es difícil de explicar. El suelo se aleja, desperecen sus ruidos, un ligero viento acaricia tu cara y contemplas desde las alturas el paisaje que te rodea, las cimas de los alrededores bajo tus pies, los arroyos descendiendo por las laderas, los prados, los caminos, los pueblecitos como si fueran maquetas, y tú sentado viendo el espectáculo reservado a los pájaros en primera fila.
Jamás he vuelto a sentir esa sensación de paz y tranquilidad, estar en el cielo no era una metáfora, era la gloria. Superar tus miedos es adentrarte en ellos, desafiarlos, y lo mismo hasta tienes suerte y consigues superarlos.
Superé el miedo a volar, y mi pinta con mono y casco surtió efecto y los quebrantahuesos de los Pirineos se tuvieron que batir en retirada.