Dudas sobre si Cuba crece o no crece

Leonardo Padura

Los más recientes vecinos asentados en mi barrio de La Habana son beneficiarios de uno de los cambios introducidos por el gobierno de Raúl Castro como parte de la llamada «actualización del modelo económico cubano».

Ellos eran una de las familias que, por una u otra razón, vivieron durante años en albergues colectivos y por fin tuvieron la suerte de que les fuera entregado uno de los miles de locales donde antes había funcionado una oficina gubernamental y que fueron convertidos en viviendas, como forma de paliar el déficit de casas existente.

Esos vecinos, que no pagaron, ­ni podían pagar, nada por el inmueble que les fue entregado, viven de uno de los oficios más modestos que se practican en la isla: el de la recogida de desechos de papel, cartón, vidrio y aluminio que luego venden a centros recolectores de materias primas reciclables.

Pero como su actividad laboral no resulta suficiente para mantenerse, esos vecinos beneficiados con la asignación de una vivienda digna y gratuita, ahora están dividiéndola para vender una parte, amparados en otro de los cambios introducidos por el gobierno: el de la libre compra y venta de inmuebles.

De esas y de muchas otras maneras los cubanos tratan de mejorar su vida, aunque en el fondo estén empeorándola, vendiendo lo poco que tienen o realizando cualquier manejo económico más o menos legal (o ilegal) que les dé dividendos. La raíz más visible del problema es que a los cubanos, sobre todo si trabajan para el Estado, lo que ganan no les resulta suficiente para sobrevivir.

Por ello, quienes no tienen un familiar en el extranjero que los ayude con alguna plata o un miembro del clan que de alguna forma tenga acceso a ganancias en moneda fuerte, cada día de su vida deben contar sus centavos para satisfacer las necesidades básicas, como la alimentación y el aseo.

Pero el terreno en el que está incrustada la aparente raíz del problema no es en realidad el valor de cambio de los salarios, o sea, su capacidad adquisitiva.

El mar de fondo está en la macroeconomía que, a pesar de los cambios introducidos, no logra despegar y se mantiene en crecimientos anuales que se mueven algo por encima del dos por ciento.

Es una cifra que está por debajo de lo que se esperaba, al poner en movimiento el anquilosado sistema económico cubano y que también está por debajo de los niveles capaces de asegurar un crecimiento en condiciones de revertir la tensa situación en que viven los ciudadanos.

Ni en cantidad ni en calidad sus salarios resultan suficientes para la satisfacción de esas necesidades básicas… por no hablar de lujos inconcebibles para millones de cubanos: irse a un restaurante, por ejemplo.

La reciente apertura de la primera fase de la Zona Especial de Desarrollo del Mariel, con su terminal de supercargueros y para contenedores, ha sido considerada el primer paso para comenzar a soñar con crecimientos que, ­según los economistas, solo si rebasaran el cinco por ciento anual, podrían iniciar un cambio sustancial en la situación del país.

La esperada nueva ley de Inversión Extranjera, que quizás ponga esas actividades en niveles similares a los creados para El Mariel, podría también contribuir a un mejoramiento de la macroeconomía con la entrada de capitales frescos y productivos al país, si las condiciones de inversión, seguridad y propiedad, entre otras, realmente hacen atractivo montar en Cuba algún tipo de negocio, algo que hoy no sucede.

En Mariel funciona, en esencia, una zona franca, con facilidades para la inversión, el pago de impuestos, la comercialización de productos, etcétera.

Una señal extraña de por dónde podrían ir las cantidades y calidades de las inversiones foráneas en Cuba fue enviada por el propio gobierno, cuando en enero de este año decidió abrir el mercado de venta de vehículos automotores en el país, fijando tarifas astronómicas y desproporcionadas a los automóviles nuevos y de segunda (o cuarta mano) colocados en el mercado.

Modelos de Peugeot de 60.000 euros tarifados en más de un cuarto de millón de dólares no es precisamente una muestra de buena voluntad hacia los potenciales inversores, además de que resulta una mueca de burla a los cubanos (casi siempre profesionales que con su trabajo producen importantes ganancias al país), que por una u otra vía habían obtenido el capital necesario para comprar autos que, antes de la «apertura» del mercado, ya eran suficientemente caros para los precios establecidos en otros sitios del mundo.

Y el hecho de que apenas se hayan vendido autos o la indignación expresada por muchas personas, no ha alterado sus precios, como se supone debe ocurrir en cualquier mercado o país.

Aunque no soy economista ni pretendo serlo, creo que las cuentas económicas en Cuba son tan oscuras que al final logran estar muy claras: si no se encuentran vías seguras y eficientes de crecimiento, la situación del país y sus ciudadanos no cambiará en lo esencial.

Aun cuando una pequeña cantidad de cubanos convertidos en microempresarios puedan estar haciendo algún dinero, su prosperidad es muy relativa y solo significativa si se le compara con la forma en que viven y resuelven los problemas mis vecinos del barrio y otros miles de familias como ellos.

Y el problema que se presenta de cara al futuro económico y social del país estaría en saber cómo el capital extranjero actuará efectivamente en el desenvolvimiento del país y, sobre todo ­el gran misterio: cómo los 11 millones de residentes en la isla podrán insertarse dentro de una sociedad más mercantilizada y competitiva.

¿Será vendiendo lo único que les queda, o sea, su fuerza de trabajo, como lo advierte la filosofía marxista en la que se fundamenta la política oficial cubana? Por lo pronto esta oscura perspectiva también parece clara.

*Leonardo Padura, escritor y periodista cubano, galardonado con el Premio Nacional de Literatura 2012. Sus obras han sido traducidas a más de 15 idiomas y su más reciente novela, «Herejes», es una reflexión sobre la libertad individual.

*Columna distribuida por IPS

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