Roberto Cataldi¹
Hace diez años concurrí a Atenas para participar de un congreso europeo, llegamos en un momento difícil, pues el clima de malestar popular era notable y me sorprendió ver gente revolviendo los tarros de basura en busca de comida, luego lo vi en otros lugares, incluyendo Buenos Aires, con una Argentina que hoy tiene un nivel de pobreza como jamás tuvo en su historia.
En diciembre de 2019 con la asunción del nuevo gobierno se convocó a distintas «personalidades públicas» a la Mesa Argentina contra el Hambre, en Puerto Madero, el barrio más caro y rico de la Argentina, pero dicha mesa no pasó de ser una puesta en escena…
Viendo un documental en un canal francés, mostraban cómo un millón y medio de seres humanos en Myanmar (Birmania) padece hambre y, hasta llegan a cocinar la suela de los zapatos para ingerirla y atemperar el hambre, en un país donde según la ONU habría muertes masivas, consecuencia de la inestabilidad política y económica.
Confieso que situaciones como esta reafirman mi profunda decepción en el ser humano, tanto por la sorpresa que en realidad no es tal si uno hurga en la historia, como por la impotencia que tenemos los ciudadanos de a pie para hacer algo que revierta esta situación infrahumana.
La FAO ((Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura) habla de «inseguridad alimentaria» cuando alguien pasa un día o más sin comer porque no tiene qué comer. En África la vulnerabilidad aumentó, al extremo que calculan unos 346 millones de seres humanos en inseguridad alimentaria grave, y 452 millones con inseguridad alimentaria moderada. Hoy la moda es hablar de «multicausalidad», en ocasiones pretendiendo diluir responsabilidades concretas, pero el mayor escollo fue, ha sido y es el accionar de los políticos. La pobreza y el hambre sirven para disciplinar los pueblos, mientras el miedo a perder la vida somete a los individuos y los torna dóciles.
El alimento más barato a menudo no es el más nutritivo, de allí el aumento de la obesidad y otras formas de malnutrición. Para los sectores pobres existe una industria que produce a bajo precio pero con grandes ganancias alimentos muy elaborados e hipercalóricos, con alto contenido de grasas saturadas, azúcares y sal.
Con la salida de la brutal dictadura militar, Raúl Alfonsín llegó al poder en diciembre de 1983 con el lema: «Con la democracia se come, se cura y se educa». No fue así, su bien intencionado lema falló, aunque sí es cierto que en democracia funcionan las libertades, con sus más y sus menos. En esos años Ernesto Sábato sostenía que en la globalización no estaba prevista la dignidad de la vida humana. En efecto, la rentabilidad económica se impuso a la política y a los derechos humanos, en un contexto de corrupción estructural y tolerancia social inadmisibles.
Hoy existen rebrotes de hambre en países que se consideran desarrollados y se encienden las alarmas. Por supuesto que en estos países hay estructuras capaces de sofocar rápidamente la situación, sin embargo estas estructuras no pueden solucionar el problema de fondo.
Cuando leo que organismos internacionales y líderes de países desarrollados vaticinan que en unos años se logrará erradicar la pobreza y su consecuencia el hambre, pienso que mienten o que tal vez viven en el limbo. Desde que el hombre apareció en la tierra, su mayor depredador, la pobreza y el hambre han sido instrumentos muy efectivos para dominar a las masas.
Cuando era adolescente, recuerdo que mi padre, gran lector, solía hablarme de Knut Hansum, quien con el fin de escribir su novela «Hambre» había pasado un tiempo sin comer para así sentir en sus entrañas la terrible sensación del hambre y poder escribir.
Hace un par de décadas escribí unos párrafos bajo el título «El discurso de la dignidad». Entonces decía que la palabra dignidad no puede faltar en ningún discurso político o en cualquier otra exposición reivindicativa, ya que parte del concepto de persona, que arranca en la antigua Grecia. Los defensores de la fundamentación ética apelan a la dignidad como justificación de que los hombres merecen una consideración especial, expresada en derechos a los que corresponden lógicamente obligaciones.
Adela Cortina sostiene que la fundamentación ética de los Derechos Humanos posee gran fuerza retórica, pero ayuda poco a la fundamentación racional, porque la dignidad es una cualidad transitiva: alguien es merecedor de algo, pero no de qué es merecedor ni por qué lo es.
Lo cierto es que la autonomía, es, el fundamento de la dignidad. Kant decía: «Aquello que tiene precio puede ser sustituido por algo equivalente, en cambio lo que se halla por encima de todo precio y no admite nada equivalente, eso tiene dignidad» (1785).
Los gobernantes que cosifican a los ciudadanos, que con sus actitudes deshumanizan a las personas, menoscaban su dignidad. Y el menoscabo de la dignidad ciudadana es propio de las dictaduras, las tiranías, pero también de aquellos regímenes tramposos que bajo el disfraz de una democracia paternalista ocultan un férreo autoritarismo, muchas veces escudándose en la mayoría que los votó.
Un dato curioso, mientras la crisis económica por la COVID-19 se esparcía por el mundo, la industria de las armas crecía a nivel mundial y lo viene haciendo desde hace unos años… Este manejo de las prioridades me exime de mayores comentarios.
Para Concepción Arenal, aquella mujer que para estudiar abogacía tuvo que vestirse de hombre ya que entonces no estaba permitido el ingreso de mujeres en la universidad, el respeto que uno tiene por sí mismo, eso es la dignidad. Estoy de acuerdo.
En la antigua Roma al funcionario que se lo investía de una dignidad, por su jerarquía lo designaban «dignatario». Hoy todavía llaman dignatario al jefe de Estado. Claro que cuando la ciudadanía descubre quién es realmente el mandatario, le pierde el respeto y en consecuencia éste pierde la dignidad, entonces el rey queda desnudo, como en el famoso cuento de Hans Christian Andersen.
En fin, creo que en este escenario conflictivo e injusto, es natural que brote la indignación, y cuando la indignación tiende a prolongarse aparecen el abandono, el desencanto, la indiferencia, la apatía. Pero la esperanza es dignificante, y como decía Carlomagno, ésta es el sueño de los que están despiertos.
- Roberto Miguel Cataldi Amatriain es médico de profesión y ensayista cultivador de humanidades, para cuyo desarrollo creó junto a su familia la Fundación Internacional Cataldi Amatriain (FICA)