Es infame que hoy en día, en pleno siglo XXI, sigan muriendo de hambre miles, millones de personas. Es tremendo que suceda, que no pongamos remedio colectivo, con tantos avances como nos rodean. Es trágico que la Parca siga devastando con la lentitud y la agonía propias de ese ser del Apocalipsis que nos retrató algún evangelista y/o iluminado. Debemos interpretarlo como un hecho vergonzante, como también debemos observar y catalogar como una maldición el hecho de la tolerancia que cada uno desde su atalaya, desde su responsabilidad, ejerza desde un mal llamado Primer Mundo.
Hay demasiada asimetría en un universo de desiguales, donde lo que a unos falta a otros sobra o bien mal utilizan. Bastantes recursos son malgastados todos los días para acabar en un basurero. Sobreexplotamos para eso. Es la locura del consumismo, que, por excesivo, produce más de la cuenta para tirar más de lo aceptable, para que, como resultado de todo ello, carezcan de lo más mínimo cinco sextas partes de la Humanidad. No es entendible.
Si hay algo (hay más cosas) que no se comprende en el Siglo XXI es el hambre, como tampoco es de recibo esa vileza de que haya ciudadanos y ciudadanas de segunda, tercera, cuarta o quinta clase a la hora de afrontar y sufrir determinadas enfermedades, para las que hay cuidados que implican su cura o, por lo menos, son de tipo paliativo. No hay derecho a que esto acontezca.
Conviene, ante esto, que reseñemos la labor de multitud de organizaciones no gubernamentales que tratan de contener en lo posible esas consecuencias de la avaricia de unos pocos. Es claro que no ayuda el silencio de un porcentaje mucho mayor. El silencio nunca es rentable, y, en este caso, aún menos. A veces las frías estadísticas tampoco, ni el amarillismo.
No se trata de mostrar las consecuencias, sino de indagar sobre las causas, sobre los orígenes. Hemos de evitar el morbo e ir a las raíces de los problemas de que algunos no tengan lo indispensable. Tomemos cartas en el asunto, por favor, y desde la responsabilidad educativa, que a todos nos hace iguales en oportunidades, en derechos, al tiempo que nos permite confraternizar.
No ofendamos
Por si esto fuera poco, miles de recursos energéticos, miles de toneladas de elementos que polucionan nos infectan un planeta azul que cada vez es menos azul por la acción de unas sociedades que miran por encima del hombro a los que protestan, y tienen respuestas de inacción ante lo que acontece, especialmente grave ahora, y que lo será todavía más, por acumulación de efectos, dentro de unos años.
Es difícilmente explicable que haya tantos seres humanos, compatriotas nuestros de la Tierra que vivan en la ofensa, en la ignorancia, en la dejadez de quienes pueden decidir y lo hacen con egoísmo. No constatamos a esos últimos hasta que los vemos en forma de alguien conocido. A menudo también detectamos situaciones de carestía en nuestros entornos. Entonces nos damos cuenta de que, por las razones que sean, todos podemos estar en una textura de necesidad y contemplarnos en la tesitura de pedir para que otros den, que es una máxima muy cristiana. La fragilidad es común a los mortales. No la advertimos cuando todo marcha más o menos bien.
Lo ideal es no esperar a que suceda algo pésimo en la proximidad. Nada de lo humano nos debe ser ajeno, fundamentalmente cuando se trata de colaborar, de cooperar, de ser solidarios. La vida es una única gran oportunidad. Si la aprovechamos, verdaderamente nos podremos reconocer en ella. Evitemos, por ende, las miradas del horror. Por los que sufren, y por nosotros mismos, seamos empáticos y leales.