Un pariente de Sept-Abel Sangomalet, un joven cristiano de 20 años de la República Centroafricana, llora su muerte. Fue apuñalado por musulmanes mientras dormía en la vivienda familiar. La foto le valió a su autor, William Daniels, el Premio Visa de Oro del Comité Internacional de la Cruz Roja a la Fotografía Humanitaria en su edición de 2014.
El Premio, anunciado el pasado domingo en la inauguración de la 26ª edición del Festival Internacional de Fotoperiodismo que se celebra todos los meses de septiembre en Perpiñán, Francia, cuenta con el patrocinio de la Fundación Sanofi Espoir y está dotado con 8.000 euros.
El jurado de este Premio, uno de los grandes galardones del Festival, estuvo compuesto por Didier François, Europe 1, presidente del jurado; Daphné Angles, The New York Times Francia; Magdalena Herrera, Géo; Jérôme Huffer, Paris Match; Caty Forget, Fundación Sanofi Espoir; Pierre Gentile, Asistencia de Salud en Peligro, Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR); y Giorgios Comninos, jefe de la delegación del CICR en Francia.
La imagen no puede ser más escalofriante y desgarradora. Un hombre llora desconsoladamente la muerte de Sept-Abel en un cuarto vacío de paredes desconchadas. La elección del lenguaje del color en lugar del en teoría más ‘duro’ del blanco y negro no le resta, sino que acaso mantiene y aun incrementa el tremendo golpe de realismo de la imagen.
La decisión de optar por el lenguaje ‘real’ del color o el más ‘artístico’ del blanco y negro no es fácil para el fotógrafo. Una regla no escrita nos dice que si el color no añade nada sustancial a la imagen, mejor dejarla en monocromo blanco y negro. No es cierto que color sea sinónimo de ‘colorín’ o ‘postal’ como tampoco que blanco y negro lo sea de ‘artístico’ o ‘dramático’.
Un detalle nada banal en la foto es la leyenda escrita a mano en primorosas versales (mayúsculas) en una pizarra colgada en la estancia. La escribió un creyente cristiano, quién sabe si acaso incluso el propio Sept-Abel Sangomalet: “Mon Dieu apprends moi à aimer et pardonner”, “Mi Dios me enseña a amar y perdonar”.
Los muertos se van y la vida sigue. Queda el recuerdo de sus actos, su conducta, en este caso un escrito que los vincula. Y la fotografía da fe de todo ello, de que la vida es dura, pero el amor y el perdón alivian el llanto y el dolor en este valle de lágrimas.
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