Durante la segunda mitad de 2016, las autoridades de Ankara iniciaron un rápido y sorprendente acercamiento hacia el Kremlin. El cambio de rumbo de la política turca se debía, al menos aparentemente, a un episodio que los occidentales optaron por ocultar: la ayuda prestada por los servicios de inteligencia rusos al presidente Erdogan durante la intentona golpista del 15 de julio de aquel año, protagonizada por varias unidades del ejército, apoyadas por facciones de la policía nacional turca.
La información de última hora facilitada por la inteligencia militar rusa sirvió para frustrar el golpe y salvar la vida del mandatario turco. Un Erdogan crecido y agradecido dirigió su afable mirada hacia el Kremlin.
Rusia acababa de ganar un aliado; se trataba nada más y nada menos que del presidente de uno de los baluartes de la Alianza Atlántica en la región, del país que albergaba el mayor depósito de ogivas nucleares estadounidenses ubicado en los confines con la antigua URSS. La luna de miel entre Moscú y Ankara se tradujo en la firma de numerosos acuerdos de cooperación cultural, comercial y tecnológica, aunque también en la adquisición por parte de Turquía de los sofisticados sistemas de defensa antiaérea S–400 rusos, capaces de localizar y derribar los rápidos cazas de… la OTAN.
Pero los tiempos cambian. En los últimos doce meses, Turquía se ha convertido en el mayor obstáculo para la expansión del poderío ruso tanto en la región mediterránea y Oriente Medio como en el Mar Negro, un «lago» en los mapas de los sultanes de Constantinopla. Los dos Estados han acumulado una serie de desacuerdos en los teatros de combate de Siria y Libia, así como en el conflicto que tiene por escenario el enclave de Nagorno Karabaj.
Los turcos no permitieron el aniquilamiento de la oposición siria, ansiado por Moscú. Por su parte, el Kremlin ha dejado claro a Ankara que su presencia e involucramiento en el conflicto del Cáucaso constituye una intromisión en la zona de influencia de Rusia.
Por su parte, las autoridades de Ankara no disimulan su malestar por el acercamiento de Moscú a las agrupaciones armadas kurdas de Siria o por el empecinamiento del Kremlin a la hora de exigir que sus vecinos reconozcan la soberanía de Rusia sobre la península de Crimea.
¿Crimea? Ese antiguo feudo greco bizantino cuya economía estaba regentada por comerciantes otomanos. Esa tierra habitada por tártaros, hermanos de sangre de las tribus turcomanas. Renunciar a Crimea presupone abandonar parte del legado del Imperio Otomano.
Sin embargo, las diferencias políticas, los roces, como se empeñan en llamarlas los diplomáticos, no impiden que Moscú y Ankara mantengan excelentes relaciones económicas. Los proyectos de gaseoductos Blue Stream y Turkish Stream, así como la central nuclear de Akkuyu, edificada por técnicos rusos, se han convertido en una especie de amortiguador que protege los lazos entre los dos países. La cooperación va viento en popa.
Con el paso del tiempo los gobernantes de ambos países aprendieron a dialogar, a dividir las trabas en dos categorías: las problemáticas, que podrían desembocar en la confrontación ¿bélica? y las mutualmente aceptables, que se solucionan mediante la cooperación. Ambos países entienden que el diálogo es necesario, ya que la congelación de las relaciones no conducirá a nada bueno.
En definitiva, Moscú y Ankara tratan de emular el ejemplo de los zares y los sultanes otomanos, acostumbrados a apostar por la convivencia durante los períodos de calma entre… dos conflictos.