Una historia de realismo mágico que recoge la tradición mexicana del culto a los muertos
Luis de Luis Otero[1]
¿Qué cuenta?
Nada especial, lo que no quiere decir que nos sea único.
Es tan solo ¡tan solo! una historia de amor de toda la vida, en todos los sentidos de la palabra. Una historia de amor que empieza en la infancia y no acaba nunca. Literalmente eterna.
¿Cómo lo cuenta?
Eso es lo que hace a esta obra excepcional. Me explico. Mientras los espectadores se van sentado, Wenses (Juanma Rodríguez) y Lala (Elena Oliveri quien, además, dirige la función con enorme sensibilidad) están sentados en un banco iluminado con luz lunar que deja un cerco de arena a su alrededor, mirando con ojos curiosos, un poco inquietos y un poco cotillas, al público.
Y, una vez sentados, hacen spoiler : ¡Están muertos! .
Sí, es una historia de realismo mágico que recoge la tradición mexicana del culto a los muertos y lo lleva a las tablas. Ahí reside el prodigio: con dulzura, con complicidad, sin un gramo de cursilería, sin dejar ni un centímetro para que entren los tópicos; Wences (un niño temeroso, tímido e inseguro) y Lala (una cría animosa con ganas de jugar) cuentan su historia a través de, como diría Serrat, “aquellas pequeñas cosas” que han ido llenando su vida desde que se conocieron de niños hasta el fallecimiento de un avejentado Wenses, pasando por la prematura muerte de Lala y de su hijo Wensescito.
La función, cuajada de humor y ternura, de disparate y lucidez, de encanto y de juego, encandila, encandila y encandila. “Si tu me cantas yo siempre estoy viva y nunca muero” dice Lala en un momento dado de la obra, y tiene razón.
Ya dije que esta función es, en todos los sentidos de la palabra, eterna.
- Luis de Luis Otero es crítico teatral
- Enlace a la reseña de Nunci León
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