Belleza y desolación se conjugan en El último lobo, un drama ambientado en Mongolia Interior que dirige el director Jean Jacques Annaud, a quien debemos títulos como «El nombre de la rosa», «El oso» ó «Siete años en el Tíbet».
Una intensa película sobre las relaciones tan atrayentes como contradictorias entre el hombre y el lobo, el lobo y el hombre, pues si bien los dos actores humanos se llaman Feng Shaofeng y Shawn Dou, no hay duda de que el verdadero protagonista es el lobo. He aquí el argumento:
China 1967. La revolución de Mao manda al campo a miles de universitarios en un experimento beneficioso a simple vista: conocerán los modos de vida del campesinado y al mismo tiempo contribuirán a acabar con el analfabetismo entre las tribus nómadas. Tal es el esplendoroso propósito de la idea, pero como siempre que se juntan idealismo y burocracia, la realidad terrible está servida, y si además se añade la corrupción, que nunca falta, tenemos el resto.
Es 1969 cuando Chen Zhen, joven estudiante de Pekín (Beijing), llega con otro compañero a Mongolia Interior para vivir en una aldea rural. Allí tendrá que adaptarse a una vida hostil y vertiginosa rodeado de una de las criaturas más temidas y reverenciadas de la tierra. Seducido por la relación casi mística entre estas criaturas y los pastores, captura un lobezno para domesticarlo, lo cual se produce en plena aniquilación de los lobos por orden gubernamental.
Hay dos notas destacables en esta película y las dos entroncan con el destino de El último lobo: una es la influencia de las doctrinas maoístas en la vida de los pastores de Mongolia, la otra es una curiosidad y se refiere al destino de los lobos actores del film, de los cuales se dice que, después de cinco años de entrenamiento en inglés, ya no entendían el chino y fueron incapaces de regresar a su vida anterior, paradoja ineludible si la comparamos con el destino de El último lobo que, después de sobrevivir a la matanza gracias a ser domesticado, será víctima de la ley más inexorable que rige toda forma de supervivencia: la adaptación al medio.
Las imágenes en que se ve de cerca a los lobos son deslumbrantes, con esa arrogancia y a la vez esa inocencia en los cuerpos y en las caras, si bien no deben resultarnos nuevas a los que de niños seguimos los capítulos de Félix Rodríguez de la Fuente. Lo que pasa es que aquí, en 3D, todo resulta multiplicado, avasallador y hasta cierto punto mareante. Se les ve tan de cerca, tan en su elemento, tantos y tan fieros, de todas las edades… Y conmueven sobre todo los cachorros, tan bellos y tan tiernos, con ese pelaje brillante y esos ojos que ciegan al que los mira de frente… Porque ve que no puede ser.
El lobo es el rey del territorio y lo sabe, está en la cima de la cadena alimentaria de Mongolia y, si él se alimenta bien, los demás hallarán alimento suficiente; de lo contrario, roto ese equilibrio, se desatará la hecatombe.
Pero la figura totémica del lobo va más allá de coronar la cadena alimentaria. El lobo es un dios para los habitantes de esas regiones de pastores donde el viento curte las caras y corta las palabras y los ademanes: “Si te llevas a un dios a tu casa para domesticarlo, es un crimen y serás castigado por ello.” Es de una certeza absoluta y llena de sabiduría ancestral la frase con que el viejo patriarca de la tribu nómada le insiste al estudiante civilizado y amante de los animales que quiere domesticarlo. Y es una advertencia severa hacia el ingenuo que ha llegado desde Pekín a esta tierra inabarcable, incógnita, pero donde los roles están muy marcados porque el equilibrio es precario. Ya veremos poco a poco, a medida que veamos romperse este equilibrio, lo que pasa.