Recuerdo que hace unos años el establishment político de Tel Aviv puso el grito en el cielo al comprobar que una cadena de televisión de los Emiratos Árabes emitía un serial criptopolítico en el cual el entonces primer ministro israelí, Ariel Sharon, acompañaba su desayuno con… una taza de sangre de un neonato palestino.
Ante la tormenta provocada en Israel y en algunas capitales europeas por la difusión de la serie, la emisora suspendió el folletín, aseverando en su descargo que se trataba de una mera ficción.
Aunque los israelíes aceptaran las disculpas, la herida permaneció abierta. Con razón: el episodio coincidió con los primeros síntomas de acercamiento entre el Estado judío y sus vecinos árabes, aliados circunstanciales de Washington y Tel Aviv durante la guerra del Golfo.
Obviamente, las incipientes coaliciones bélicas no lograron frenar la todopoderosa maquinaria de propaganda antiisraelí (antisionista, dirían los dueños de la emisora), poco propensa a conceder una tregua a los embrionarios intereses geopolíticos de las monarquías petroleras.
Los pecaminosos desayunos del general Sharon permanecieron, pues, en el imaginario colectivo de los árabes.
Hace apenas unas horas, la ficción televisiva volvió a irrumpir en la vida de los pobladores de Oriente Medio. Esta vez, en Israel y, para más inri, durante una sesión informativa del Gabinete sobre el avance del coronavirus en la región.
Comentando la dramática situación en la República Islámica de Irán, el primer ministro Netanyahu se dedicó a rebatir los datos suministrados por el régimen de Teherán, recurriendo a secuencias de la serie Pandemic, emitida en… 2007 por la cadena estadounidense Hallmark.
La película mostraba decenas de cadáveres envueltos en bolsas de plástico, depositados en una fosa común que contenía centenares de cuerpos. Las imágenes llegaron a la opinión pública hebrea coincidiendo, eso sí, con una nota de prensa de la oficina del Primer ministro, en la que se reconocía que el vídeo fue encontrado en las redes sociales por un alto cargo del Consejo de Seguridad Nacional, sin que se haya podido comprobar su autenticidad.
Según las estadísticas oficiales facilitadas por el régimen islámico de Teherán, Irán cuenta con 47.593 casos de coronavirus y 3036 defunciones, mientras que Israel se coloca casi al final de la lista, con 6857 casos de personas contagiadas y 36 fallecidos. En ambos casos, los observadores neutrales prefieren poner en tela de juicio los sistemas de cálculo; nadie se fía de las estadísticas elaboradas por las autoridades sanitarias nacionales.
Cabe suponer que Netanyahu, acérrimo detractor del régimen de los ayatolás, no se molestó en hacer averiguaciones; sus reiterados ataques contra las autoridades de Teherán son archiconocidos. Para el Primer ministro hebreo, el universo iraní tiene tintes orwellianos.
Es, qué duda cabe, una herencia de la época de su antecesor y maestro, el general Sharon, partidario de acciones militares puntuales y contundentes contra los centros de investigación nuclear iraníes. Recordemos que los mantras de Ariel Sharon fueron: bombardear a Irán y… matar a Arafat.
El coronavirus se convirtió en mantra, coartada y salvavidas de Benjamín Netanyahu, acusado por la Fiscalía general de Israel de corrupción, soborno y fraude. Para librarse de la Justicia y la inevitable condena, el jefe de filas del Likud debía contar – como hasta ahora – con la inmunidad que otorga el cargo de jefe de Gobierno.
Pero Netanyahu fue derrotado en las últimas elecciones por la agrupación Azul y Blanco, liderada por el general Benny Gantz, exjefe del Estado Mayor del ejército hebreo, héroe de varias guerras, aunque desafortunado político, incapaz de alzarse con la victoria en un sinfín de procesos electorales. El infortunio de Gantz acabó en la consulta del pasado mes de marzo, cuando su agrupación logró imponerse a los conservadores del Likud.
Netanyahu, primer ministro en funciones, parecía condenado a acudir a la poco deseada cita con la Justicia. Sin embargo, dos factores jugaron a su favor: a afinidad ideológica con el presidente de Israel, Reuven Rivlin, veterano militante del Likud, y… el coronavirus.
Pero vayamos por partes: si bien es cierto que Rivlin no disimuló su simpatía por el jefe de fila de su partido, trató de actuar con aparente ecuanimidad durante las consultas para la formación del nuevo Gobierno. Difícil tarea, teniendo en cuenta que su objetivo final era lograr que el derrotado Netanyahu siga ostentado el cargo de Primer ministro. Al final, lo consiguió; con mucha astucia y el inestimable apoyo de la pandemia que recorre el mundo.
¿El coronavirus?
Durante las semanas que precedieron la consulta electoral, el Gobierno en funciones presidido por Netanyahu elaboró una serie de medidas legales que acompañan y justifican el estado nacional de emergencia decretado el 11 de marzo; un marco jurídico que contiene algunas cláusulas orwellinas, como por ejemplo la vigilancia por los servicios de seguridad de todos los teléfonos móviles existentes en el país. El ministerio del Interior justifica la medida alegando que podría localizarse la presencia de aparatos pertenecientes a personas infectadas en las inmediaciones de grupos de ciudadanos sanos.
Pero los israelíes, muy propensos a aceptar cualquier sacrificio en aras de la seguridad nacional, dudan de la eficacia de la medida y, ante todo, de la buena fe de los servicios de seguridad. Qué esto no nos convierta en un Estado policiaco, afirman los jóvenes, que desconfían de las buenas intenciones del Primer ministro. Con razón: Netanyahu insiste en supervisar personalmente la aplicación de las medidas que acompañan el estado de emergencia. Obviamente, su aparente altruismo pretende ocultar otros designios, ajenos al bien público.
Lo cierto es que el jefe de filas del Likud logró convencer a su rival centrista a deshacer su coalición electoral, un extraño mosaico de partidos de centroizquierda, liberales, comunistas y nacionalistas árabes, para apostar por una gran coalición con la derecha. ¿Razones de Estado? Pues bien, si la lucha contra el coronavirus es una razón de Estado…
El reparto de las carteras ministeriales tropezará con muchos escollos. Cada formación reclama para sí una parcela de poder. Todos quieren adueñarse de departamentos clave. El Likud controlará los departamentos de Hacienda, Interior, Transporte, Energía, Construcción y Medio Ambiente.
Netanyahu, quien pretende ocupar la presidencia del Gobierno durante la primera etapa de la coalición de Gobierno, se reserva para la segunda, en la que gozará de inmunidad parlamentaria en calidad de vicepresidente, un superministerio encargado de las relaciones con los Estados Unidos y Rusia. Un blindaje perfecto.
Decididamente, la orwellización de la política tiene sus ventajas.