Vaya por delante mi escasa predisposición a entusiasmarme con las historias de hazañas bélicas y mi rechazo diría que genético a la guerra y los héroes que propicia; esto no justifica pero sí puede explicar algunas de las sensaciones que me ha dejado “1898. Los últimos de Filipinas”, una película cuyo título me devuelve vapores de infancia y tristes imágenes de posguerra.
Teniendo en cuenta también que, en mi opinión, en la producción cinematográfica española la media de calidad no suele andar demasiado alta, de “1898, Los últimos de Filipinas” debo decir para empezar que es una película bien hecha, que ha contado con los medios necesarios -que eran muchos- para narrar una absurda anécdota histórica de gestas, batallas, héroes guerreros y desgraciados soldados de leva, y que su director, Salvador Calvo, debutante en el largometraje aunque con una larga y consolidada trayectoria como realizador de series (Motivos Personales, Sin tetas no hay Paraíso, Los Misterios de Laura, Las aventuras del Capitán Alatriste…), ha logrado hacer con una historia de fracasos personales y nacionales una entretenida superproducción que nada tiene que envidiar al cine bélico que “se lleva” por el mundo; sin ir más lejos, a la última megaproducción hollywoodiense firmada por Mel Gibson, “Hasta el ultimo hombre”, que llegó a las pantallas españolas en la última semana de noviembre. Y que para ello ha contado con un reparto en el que han coincidido algunos de nuestros mejores actores –Luis Tosar, Eduard Fernández, Karra Elejalde, Carlos Hipólito…- con un puñado de jóvenes valores encabezados por Alvaro Cervantes, sobre el que recae la mayor parte del peso de la película.
La producción no ha escatimado en casting pero tampoco en paisajes, inmensos, bellísimos, al principio de la película. En mi opinión, la última media hora de proyección es superior al resto y sobran algunos detalles (por lo visto también históricos) como la presencia de esas mujeres con el pecho al aire cantando músicas que no son suyas, al parecer con la intención de seducir a distancia a los atrincherados, así como los diálogos entre el soldado pintor y el párroco misionero atiborrados ambos de opio; situación y diálogos que me han sonado a falso.
“1989. Los últimos de Filipinas” cuenta, a partir de un episodio particular de la decadencia y pérdida definitiva de lo que había sido “el imperio español”, la aventura “ –lo que la historia conoce como “el sitio de Baler- de un pelotón de soldados españoles que resistió durante cerca de un año encerrado en la iglesia de Baler, un villorrio perdido en la selva de la isla de Luzón, el asedio de la guerrilla filipina; resistió incluso cuando ya no había nada que defender porque el gobierno español había literalmente vendido a Estados Unidos las colonias por veinte millones de dólares.
La promoción de la película resume la anécdota con una frase afortunada: “Unos querían medallas, otros querían volver”. Pero también otros más: los que, como el teniente Saturnino Martín Cerezo, no tenían nada que perder porque habían perdido ya todo lo que les importaba en la vida. Este hombre, negándose a creer en la información que llegaba de la capital, Manila, y le pasaba la guerrilla enemiga apostada a escasos metros de la iglesia, obligó a su tropa a resistir más allá de lo soportable. En el momento de la rendición, el pelotón había perdido diecinueve hombres: doce fallecieron de beriberi, tres por disentería, a dos les alcanzaron las balas enemigas y otros dos fueron fusilados por intentar escapar del recinto. Otra baja más, según el relato cinematográfico, es la de un desertor.
La historia real cuenta que aquellos soldados supervivientes que se rindieron fuera de tiempo y fueron despedidos con honores por los guerrilleros filipinos que les dispararon durante meses –la mayoría eran campesinos que hicieron la guerra porque sus familias eran pobres y no disponían de las 2000 pesetas que costaba escapar a la leva obligatoria-, llegaron en barco a Barcelona el 1 de septiembre de 1899 y desde allí partieron hacia sus respectivos pueblos. Poco después el gobierno español les concedió la Cruz de Plata y una pensión de 7,50 pesetas.