El síndrome Muñoz Molina

Laura Fernández Palomo

Le presuponía esa inquietud literata por bajar hasta el fondo, retirar las cortinas, saltar el muro… esa curiosidad de entender por qué la inocente recogida de un premio literario significaba una agresión para muchos. Antonio Muñoz Molina es hombre inteligente, justo, tolerante, moralista; así es como lo leía y así se convirtió en uno de mis referentes éticos, pero no se puede ser justo sin un conocimiento equilibrado de las realidades. Y durante la polémica visita que hizo el escritor jienense para recoger el premio del Ayuntamiento de Jerusalén el pasado mes de febrero faltó la cercanía con una de las partes. Pasaré por alto la recogida del premio –  está en su derecho -, los agradecimientos institucionales, la ausencia de cuestionamientos… lo que me entristece escuchar es, una vez más, la excusa de que no hubo tiempo para conocer Cisjordania, “otra vez será”. Ese síndrome que padecen muchos de los que visitan Tierra Santa (Jerusalén, Jericó, Galilea, Tiberias), que les hace volver a sus pulcros países normalizando un país que no es normal; “Todo muy bonito. Muy abiertos, muy tolerantes, muy occidentales”.

Esto no es un debate entre buenos y malos. Es verdad. Yo también tuve que superar prejuicios y estereotipos. Pero cuando se ha conocido Hebrón no se pasea igual por las playas de Tel Aviv. Se te enquista una especie de culpabilidad por estar caminando un territorio sin sentido, esquizofrénico. Discordante con su contexto. Es el resultado de un Estado creado de la nada y encajonado en 1948 sobre los hogares de millones de personas que tuvieron que dejar sus casas y viven ahora como refugiados en los países limítrofes y en la misma Palestina (más de cinco millones). Pero superemos esta división primaria. Israel, en 1949, ya ocupaba el puesto 59 de los miembros de las Naciones Unidas. Es legal, aunque todavía no lo sea Palestina, que estaba antes. A lo más que ha podido aspirar es a Estado observador no miembro, cuyo reconocimiento llegó el pasado mes de noviembre de 2012; 64 años después. Un Estado no soberano, por supuesto, así que para llegar hasta él, hay que tramitar el visado con las autoridades israelíes; responder a preguntas en la frontera sobre tu vida e intenciones; excusarte por tenerles simpatía; enseñar tu pasaporte al ejército en los puestos de control que cercan Cisjordania y utilizar la divisa israelí para comprar a los comerciantes palestinos.

Pero lo difícil de explicar en esta historia es por qué no seconformaron con la partición que les asignaron en el 48,  ni con el territorio que han ido usurpando en años posteriores, y continúa con la política de colonización. Lo indignante es que el Gobierno anuncie la construcción de casas colonas en territorio palestino, contra la legalidad internacional, como quien informa de una bajada de impuestos. La última, en el mes de diciembre de 2012. Es verdad que no todos los israelíes son colonos. Son una minoría, que crece. Sin embargo, su Gobierno, el que los israelíes votan democráticamente, los apoya, los protege y los financia. Sí, Israel es “plural” y, democrático; sus ciudadanos son cultos y tontos, amables y antipáticos; van a la guerra, pero son pacíficos, teniendo en cuenta la cantidad de soldados armados que trastean con sus metralletas por los pasillos de los autobuses y se quedan dormidos en el asiento de al lado, con la boquilla apuntándote; pero no es aquí donde suenan tiros. Es posible ver a Israel desde ángulos muy luminosos, pero este conflicto es oscuro, y no es inocente ni casual. Normalizarlo y ausentar la crítica nos hace cómplices.

Acabo de volver de Israel. Esta vez no he cruzado a Ramala, ni a Hebrón, ni a Nablus (ciudades palestinas). Compartido el sentimiento de culpabilidad con amigos israelíes, he disfrutado del Mediterráneo, de las cervezas en la calle, de los desnudos en los cuadros de las exposiciones, de los bikinis y de los besos en la vía pública. Todo esto es imposible en Jordania, donde vivo (impensable en Cisjordania y más aún en la Gaza de Hamás); claro que me hace sentirlos cercanos y es fácil empatizar. Pero entre aire y bocanada de “libertad” se mastican las cadenas y te atragantas.

Israel no cuadra. Los carteles de asentamientos como una señal de tráfico más indignan. Israel tiene asiento en la ONU, pero incumple sus resoluciones. En Israel hay libertad de expresión pero decir en la frontera que visitarás Cisjordania te puede llevar a un largo interrogatorio; hay libertad de conciencia, pero quizá te obliguen a dar la contraseña de tu email para analizar tus correos y tus contactos antes de dejarte entrar; Israel es tolerante, pero se recomienda no atribuir por equivocación a un taxista orígenes árabes; es igualitario, solo que si no eres judío, no puedes conseguir la nacionalidad. El judaísmo es más que una religión en este país. El judaísmo es la razón de su existencia y  mientras los palestinos originarios que decidieron quedarse consiguieron la ciudadanía – no tienen derecho a la nacionalidad -, el resto de judíos repartidos por el mundo que quizá nunca hayan visitado Oriente Próximo podrían vivir aquí y obtener plenos derechos de nacionalidad solo con acogerse a la ley de retorno. Porque Israel es, ante todo – incluida también su democracia –  tierra de judíos.

En la pluralidad de Israel están sus contradicciones, pero obviar que la forma en la que existe supone en sí misma una violación sistemática de los derechos de un pueblo, el pueblo palestino, no puede llevar a una buena narración del país. Es casi imposible hablar de Israel, sin nombrar Palestina. Y no me refiero al conflicto, sino a la realidad diaria que les mantiene unidos. No visitar Cisjordania es conocer poco Israel y entenderlo menos.

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