Roberto Cataldi¹
En la Argentina hablar de clase media fue, ha sido y es algo habitual. Con ella sucede algo muy curioso, pues, muchos de los que carecen de recursos básicos y que podríamos catalogar de pobres dicen pertenecer a la clase media, y otros que realmente son ricos también declaran engrosar sus filas, tal vez para camuflar su riqueza. En fin, ya sea por ascenso o por descenso, hoy la coartada sería pertenecer a la clase media.
Hay muchas definiciones acerca de quienes la integran. Los expertos utilizan distintos parámetros, pero creo más sencillo considerar a los que «necesitan trabajar para vivir» como aquellos que pertenecemos a este colectivo social, un sector bastante heterogéneo.
Cuando los inmigrantes europeos descendieron de los barcos entre fines del Siglo diecinueve y principios del Siglo veinte, terminó de conformarse la clase media, quizá por este hecho memorable el puerto de Buenos Aires se convirtió en un símbolo. Esos inmigrantes en su gran mayoría llegaban de Italia y España, también de otros países no europeos.
En general eran personas que no habían podido desarrollar sus proyectos de vida en sus países y venían cargados de ambiciones y dispuestos a trabajar duro. Trajeron sus tradiciones, hábitos culturales e idiomas. Sabían que la Argentina era próspera por su capacidad agroexportadora que le había permitido crecer rápidamente, los ingresos per cápita eran altos y la sociedad había optado por la vida citadina.
A fines del Siglo diecinueve la economía argentina superaba a la de Estados Unidos, Alemania, Reino Unido, entre otras potencias y, algunos hablaban del país más rico del mundo. No sé si fue tan así, pero sin duda estaba entre los más ricos y prometedores.
George Clemenceau cuando visitó la Argentina antes de la Gran Guerra, dijo que el país crecía gracias a que sus gobernantes y políticos dejaban de robar cuando dormían…
Observación triste pero acertada. Entonces Buenos Aires era la mayor urbe de América Latina. En el censo de 1914, de la población total del país el 30 por ciento eran inmigrantes. El 60 por ciento de los habitantes de Buenos Aires y el 47 por ciento de Rosario procedían del extranjero. El Plan del 80 pretendía que los recién llegados trabajasen el campo, no fue así, ya que la mayoría terminó en las ciudades desarrollando tareas industriales, artesanales o se dedicaron al comercio. Se articuló una sociedad abierta, con oportunidades, donde la movilidad social ascendente era la primera de la región y, esto le dio el sello que caracteriza al colectivo.
La clase media tuvo un sueño, el «sueño argentino», claro que de menor trascendencia que el «american dream», entre otras cosas, porque aquí no existía la enorme maquinaria publicitaria ni el cine hollywoodense. De todas maneras, hasta hace un par de décadas la Argentina tenía una clase media que comprendía al 75 por ciento de la población total, pese a las perturbaciones económicas y políticas que soportó estoicamente, motivo por el que la argentinidad siempre tuvo su centro en la clase media.
En efecto, ella se percibe como la esencia del país, el verdadero ser nacional, el motor de la nación, y su trama social sostuvo y sostiene a la nación en medio del tembladeral, siempre a la espera de que sople un viento de cola.
A lo largo de más de doscientos años de historia le plantaron varios caballos de Troya y, lamentablemente cayó una y otra vez en el engaño por comprar fantasías de la dirigencia política, de allí que no pueda eludir su responsabilidad.
La clase media tiene un poder simbólico e influye considerablemente en la construcción del poder político, bástenos los cacerolazos de 2001, la marcha contra la resolución 125 por el conflicto con el campo, o las innumerables veces que tomó la calle para protestar y reclamar por la arraigada falta de justicia, incluso en plena cuarentena.
Para algunos si hay algo de revolucionario en el país hay que buscarlo en la clase media, aunque su maleabilidad haya sido aprovechada para convencerla de las bondades de las políticas neoliberales, privatistas y globalizadoras que terminaron horadando su bienestar como aconteció en los años noventa, y luego en un juego pendular se inclinó por tesituras nacionalistas y estatizantes que también atentaron contra su subsistencia.
En fin, vaivenes, travestismo ideológico, contradicciones que obedecerían al clima de época. Es natural que estos cambios que se contraponen generen críticas. Como ser reclaman un gobierno fuerte que imponga orden y seguridad (vaya si los padecimos), pero luego se oponen a cualquier limitación de la libertad o la autonomía.
No veo un arquetipo o modelo único representativo de esta clase. Muchas veces se parte de hechos anecdóticos descalificatorios o se señala a corruptos de la administración pública, tilingos cuya cosmovisión comienza y termina en ellos, chantas (presumen de lo que carecen y desdeñan el esfuerzo), simples vagos o individuos de ocupación incierta cultores de la «viveza criolla».
Sin embargo la mayoría de los integrantes de la clase media reivindica el trabajo, el esfuerzo y el mérito como requisitos para alcanzar una meta, reconocen a la familia como grupo de pertenencia pese a sus erosiones estructurales, defienden contra el viento y la marea la educación porque la consideran condición sine qua non para asegurar el futuro de los hijos, y opta por la obra social o la prepaga para la asistencia del grupo familiar porque ya no desea concurrir al hospital público.
El bienestar suele buscarlo en el consumo, un fenómeno económico pero también social. La vivienda propia fue y es una de sus metas soñadas (hoy siete de cada diez personas alquilan), compran su auto cero kilómetro a través de un plan de pagos, y la adquisición del celular, la laptop y la tablet representan símbolos de poder tecnológico para cumplir con el mandato social y evitar caerse del sistema. También desde hace décadas se incrementaron mucho los viajes al exterior y, uno de los destinos preferidos es Europa, aunque sea un tour de veintiún días recorriendo una decena de ciudades con la lengua afuera y sin poder disfrutar con tranquilidad de un turismo cultural.
Pero hoy la crisis se convirtió en tragedia y la clase media se reduce drásticamente. En los noventa unos siete millones de personas dejaron la clase media para caer en una pobreza que nada tiene que ver con la virtud (el 20 por ciento de la población total) y, esos nuevos pobres se sumaron a los pobres estructurales (sin el pasado vivencial de los otros).
Lo dramático es que desde entonces la pobreza aumenta y ya atrapó a la mitad de la población, hecho inédito e injustificable, que bien podría responder a una estrategia de clientelismo y sometimiento, mientras la casta política goza de privilegios obscenos, excusándose de sus excesos, y echándole la culpa de todos los males a la pandemia cuando no al gobierno anterior.
Más allá de inconsistencias, omisiones, traspiés morales, el mayor problema de la clase media sería votar con el bolsillo y extender un cheque en blanco a los gobernantes, incluso ha llegado a hacerlo con vergüenza, sin embargo muchos mantienen a pie firme los principios y los valores.
Voltaire decía que, «Si los pobres empiezan a razonar todo está perdido» y, Mandela sostenía acertadamente que «Erradicar la pobreza no es un acto de caridad, es un acto de justicia».
En fin, sabemos que todo en la vida requiere tiempo y, todo se da a su tiempo, pero en algún momento frente a esta degradación, en nombre de la dignidad habrá que decir ¡basta!
- Roberto Miguel Cataldi Amatriain es médico de profesión y ensayista cultivador de humanidades, para cuyo desarrollo creó junto a su familia la Fundación Internacional Cataldi Amatriain (FICA)