Paraíso: Amor, cuando el Norte y el Sur se explotan recíprocamente
No estoy segura de que sea una buena idea la película Paraíso: Amor, primera entrega de la trilogía del austriaco Ulrich Seidl que continúa con Fe y Esperanza, y se estrena en los cines españoles el 16 de agosto de 2013, una fecha letal para el cine en la que escasos habitantes que permanecen en las ciudades entran en las salas con el único objetivo de escapar a la canícula humillante de los 38º a la sombra.
A mi me ha parecido una historia tristísima, una mascarada patética que muestra lo peor del Norte arrogante y prepotente y del Sur “exótico y misterioso”, una visión cínica de esa tarjeta postal que se ha dado en llamar turismo sexual.
En una huida hacia delante, Teresa, una quincuagenaria centroeuropea, obesa y más hortera imposible, escapa de la desoladora realidad de su vida cotidiana como celadora de un grupo de deficientes mentales volando a Kenya, donde la propaganda y los relatos de otras viajeras le han convencido de que podrá encontrar el amor.
Lo mismo que hace unos años -y quizá todavía, aunque ya no se hable tanto de ello- las solteras españolas de una cierta edad viajaban a Cuba en busca del gigoló de sus sueños, las rubias de la Europa más rica sueñan con los torsos y los culos de los jóvenes efebos negros, vendedores de baratijas que les asaltan en las playas y se convierten en sus acompañantes durante las semanas de vacaciones (la diferencia está en que mientras los cubanos querían más, un matrimonio que les sacara de la isla y a ser posible les asegurara un futuro de dolce far niente, los africanos tienen sus familias –mujeres e hijos- en los poblados cercanos a la ciudad de vacaciones y lo que hacen con las mujeres europeas es considerado un trabajo como cualquier otro, que incluye incluso una velada extorsión económica con historias de accidentes y enfermedades familiares).
Paraíso: Amor nos cuenta que generalmente las cosas suelen funcionar como está previsto: la europea celulítica paga todo y a cambio el caballero africano, esclavo sexual, le proporciona no solo compañía, también momentos de placer. Ninguno de los dos parece consciente de estar atrapado en un infierno obsceno –lo que contradice el título de la película, aunque puede que forme parte del registro humorístico del realizador-, un infierno existencial donde nada es espontáneo, todo es repetir una y mil veces una lección aprendida. El africano conoce los gestos, y sobre todo las palabras que debe emplear para hacer capitular a la turista a las primeras de cambio; ella es consciente de estar protagonizando un juego sucio, con las cartas marcadas y el guión aprendido de memoria, y aún así no pierde la esperanza de encontrar, en algún momento, al hombre que sea capaz de “mirar en el interior”. Algo a todas luces imposible en una relación que desde el primer momento se plantea como un diálogo de sordos, una impostura, un recrearse en lo que aparentemente denuncia: la expresión descarada y pudiente del neocolonialismo, aunque esté disfrazado de modernidad y de “choque de civilizaciones”.
A favor de este drama –porque es un drama la vida de esa mujer, y no digamos la del chulo africano- la presentación caso documental de gran parte de las escenas de alcoba –alcobas míseras, al fondo de un patio rodeado de chamizos-, de ducha, de cama, en las que el cuerpo de la protagonista inunda la pantalla sin esconder su exceso de kilos y grasa, relegando a un segundo plano los esbeltos cuerpos de esos beach boys que han convertido el sexo en una mercancía, la venta de amor en un modus vivendi aunque paradójicamente ni les va “a sacar de pobres” ni va a cambiar su existencia; no es más que un “ir tirando”.
“Hay que decir que aunque Ulrich Seidl acostumbra ser un documentalista apasionante, su trabajo en la ficción es suficientemente provocador como para incitar a la náusea. La forma de hiperrealismo que practica remite a pintores como Otto Dix o Georg Grosz, es decir, la provocación llevada hasta el asco” (Jean Roy, L’Humanité).