En el 70 aniversario del suicidio de Hitler
Hace sólo unos días, el 9 de abril de 2015, se ha conmemorado el 70 aniversario del asesinato de Dietrich Bonhoeffer, un joven pastor evangélico, prototipo del martirio cristiano en tiempos contemporáneos. Fue sentenciado por el megalómano artífice del Mal más destacado de los últimos siglos, Adolf Hitler.
Unos días después, el 30 del mismo mes, se produce el suicido del dictador y, con su muerte, el fin del horror de la II Guerra Mundial. Setenta años es un corto espacio de tiempo como para que se borren de la memoria colectiva los efectos de una página de la historia tan atroz. De forma especialmente visible, el pueblo judío se encarga de recordárnoslo cada año, para que nuestra memoria y nuestra conciencia no se cautericen.
No fueron los judíos los únicos que sufrieron los efectos de la atrocidad nazi; gitanos y homosexuales les acompañaron en los campos de concentración y en los hornos crematorios; y aunque la cantidad de personas asesinadas fuera inferior a la de los judíos, el horror y el repudio es idéntico.
Quienes han querido buscar alguna justificación a la maldad extrema que representa el nazismo buscan razones en la situación de crisis nacional producida en Alemania a raíz de la humillante derrota sufrida en la Guerra del 14, la I Guerra Mundial, que sometió al orgulloso país germano a la mayor de las miserias conocidas en su historia moderna y al oneroso castigo de ver mutilada su geografía y padecer el castigo de exorbitantes reparaciones de guerra. Pero no hay nada que pueda justificar tanto horror.
Si los países fueran titulares de una determinada religión, diríamos que Alemania es un país cristiano. Cuna de Lutero y de la Reforma Protestante del siglo XVI, protestantes y católicos se reparten en la actualidad un 60 % de la población prácticamente a partes iguales, un 2 % superior las confesiones de raíces reformadas. El resto de la población forma un mosaico diverso de expresiones religiosas, entre las que, en la época actual, cobra protagonismo el Islam.
Superada en Occidente la etapa de la historia en la que la religión, más concretamente el cristianismo, fue el catalizador de la sociedad, mediante la fusión de la Iglesia y el Estado, imponiendo la Iglesia una normativa moral ajustada a sus códigos internos, fuera de origen vaticano o calvinista, la nueva sociedad occidental hija de la Ilustración y de la Revolución francesa, se ha dado a sí misma otros códigos de conducta que demandan de la religión que, por encima de cualquier interpretación moral propia, sea impulsora de valores éticos capaces de ayudarla a ser más justa y equilibrada.
Se espera y exige del cristianismo que haga visible los valores del Sermón del Monte; que sea mensajero y agente de paz; que contribuya a crear ámbitos de diálogo para el entendimiento entre las naciones; que no se alíe con el poder y evite de esa forma ser cómplice del mal. En definitiva, se espera del cristianismo, cualquiera sea su etiqueta, que ejerza de dique para contener la discriminación racial, la injusticia social, la explotación de mujeres y niños, la exclusión de los marginados, la violencia y todo tipo de inmoralidad que denigre a las personas; que denuncie y combata la corrupción; que condene sin paliativos las muy diversas formas de esclavitud a las que se ven sometidos tantos seres humanos.
La pregunta es: ¿Está siendo el cristianismo dique de contención para neutralizar el Mal? ¿Lo fue con ocasión del aberrante advenimiento al poder del nazismo en Alemania? La respuesta es: ¡¡¡No!!! Protestantes y católicos, con mayor porcentaje confesional entonces del que ahora registran las estadísticas, no solamente fueron testigos sino que participaron activamente en el régimen político, dando cobertura moral y apoyo a Hitler. Algunos miraron para otro lado. Y unos pocos, entre otros el mártir Dietrich Bonhoeffer, tuvieron la honestidad de ser fieles a sus convicciones cristianas y no dudaron en comprometer sus vidas hasta la muerte denunciando los crímenes de Hitler e, incluso, participando en una operación de acoso contra el dictador. El ejemplo de este pastor y teólogo luterano, junto a un puñado de seguidores que le acompañaron en su cruzada contra el Mal encarnado por el nazismo, continúa siendo un referente ético que muestra cuál ha de ser el papel social que ocupe el cristianismo en nuestros días.
Si los seguidores de Jesús de Nazaret no son, no somos, capaces de ofrecer a la sociedad una opción clara y contundente de denuncia y contención de la degradación que sufre; si no estamos dispuestos no tan sólo a no identificarnos con la corrupción, sino a denunciarla y combatirla; si callamos ante la injusticia; si miramos hacia otro sitio ante la marginación racial y social; si no luchamos contra la degradación moral de personas sometidas a la esclavitud sea infantil, de mujeres prostituidas o a causa de exclusión laboral o cualquier sea la forma que adopte; si somos indiferentes ante las miles de muertes que se producen en el tránsito del Tercer Mundo a Europa, huyendo de la miseria de la guerra y de la esclavitud, para encontrar la muerte más tarde en las aguas del Mediterráneo; si no nos conmovemos y comprometemos ante tanta miseria y dolor, la imagen más negra del Mal; en definitiva; si el cristianismo no se convierte en dique de contención contra tanta maldad, es que su ciclo se ha agotado, ha perdido su razón de ser y otras ofertas religiosas ocuparán irremisiblemente su lugar para desarrollar el papel de conciencia que la sociedad del siglo XXI está demandando.