Juan de Dios Ramírez-Heredia¹
El día 27 de enero de 1945 el ejército rojo que llegaba de Rusia entró en el Campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau. Construido por los nazis alemanes en territorio polaco, muy cerca de Cracovia, fue el lugar más eficaz en la tarea de eliminación masiva de todas las personas que, a juicio de los criminales racistas, no debían sobrevivir. Se calcula que en este fantasmagórico lugar murieron un millón y medio de personas inocentes.
Sin duda Auschwitz-Birkenau es el nombre que evoca el lugar más tétrico y alucinante donde la máquina de asesinar funcionó durante más tiempo. Pero no hay que olvidar que el mapa del exterminio alberga muchos otros lugares no menos tétricos. La lista de los más significativos está formada por doce campos, algunos de los cuales no quedaban demasiado lejos del de Auschwitz-Birkenau por el número de víctimas.
Yo he tenido el triste privilegio de visitar la mayoría de ellos, especialmente los más eficaces en su misión diaria de concentrar, matar y quemar a las víctimas. Treblinka fue uno de los más famosos y expeditivos de todos ellos porque en su interior logró aniquilar a más seres humanos en menos tiempo que ningún otro, incluido Auschwitz-Birkenau. Treblinka empezó a funcionar en julio de 1942 y se cerró en octubre de 1943. Es decir, un año y tres meses. Y en ese lapsus de tiempo aniquiló a más de 850 000 personas.
El campo de exterminio de Sobibor fue creado en marzo de 1942 y se distinguió por ser el lugar donde los nazis concentraron el mayor número de judíos soviéticos procedentes del frente del Este, así como prisioneros de guerra y gitanos. En este terrorífico lugar fueron asesinadas unas 200 000 personas. Murieron, una vez introducidas en las cámaras de gas, no por el efecto del gas pesticida Zyklon B sino por las emanaciones producidas por un motor de gasolina de 200 caballos situado en un cobertizo cercano cuyas emanaciones eran introducidas por un tubo en la habitación donde aquellos seres indefensos, desnudos, esperaban la muerte. Las fosas estaban cerca. Cada una tenía entre 50 y 60 metros de largo por de 10 a 15 metros de ancho. La profundidad oscilaba entre los cinco y siete metros.
El infierno existe: Auschwitz-Birkenau
Ha pasado el tiempo y siguen en mi memoria las imágenes terribles que contemplé hace doce años cuando inicié un viaje de una semana a Polonia para visitar detenidamente los principales campos de concentración y exterminio donde les arrebataron la vida a cinco millones ―sí, cinco millones. Hay que repetir la cifra para que nos hagamos cargo de la magnitud de la tragedia― de judíos inocentes. Y junto a ellos quinientos mil gitanos fuimos víctimas del odio y la ceguera racista de aquellas bestias sin conciencia para quienes la compasión y la misericordia eran sentimientos desconocidos.
Rudolf Höss el asesino de Auschwitz
Fue el primer director del campo de exterminio más diabólico del régimen nazi. El 30 de abril de 1940 fue nombrado comandante del nuevo campo y permaneció al frente del mismo hasta finales de 1943. Höss era una máquina perfectamente preparada para matar. El fue quien emprendió la idea de ampliar Auschwitz construyendo Birkennau, lo que le permitió aumentar el número de asesinatos diarios hasta alcanzar cifras espeluznantes.
Este Rudolf Höss fue especialmente sádico con los gitanos. Tanto en su etapa de director fundador de Auschwitz, como en su retorno al campo para poner en marcha nuevos procedimiento de exterminio. Este demonio fue un entusiasta animador de Josef Mengele, el médico que fue nombrado director médico del Zigeunerfamilienlager —campo de familias gitanas— en el complejo de Birkenau.
La amistad de Mengele con Höss le facilitó hacer con los gitanos adultos múltiples experimentos. Por ejemplo, dejaban que las enfermedades contagiosas se propagaran entre los prisioneros gitanos, habida cuenta de que vivían hacinados en espacios minúsculos. En los juicios de Nuremberg se demostró que permitieron la propagación del tifus entre los gitanos para calibrar su resistencia. A otros les inyectaban la bacteria de la tuberculosis con el fin de hacer experimentos en la búsqueda de vacunas.
Pero la maldad del médico asesino de Auschwitz tenía precedentes en la que ha sido considerada la primera matanza en masa de niños. Fue en Buchenwald. 250 niños gitanos checoslovacos fueron asesinados durante las pruebas del Xyclon B ―el agente químico de las cámaras de gas―. Les suministraron cianuro en forma de cristales para ver cuánto tiempo tardaban en morir.
Hasta que llegamos a las puertas del reino de la muerte
Confieso que la visita a los campos me produjo un impacto muy difícil de superar. Sobre todo, porque cada uno de ellos, a pesar de tener una finalidad común: el exterminio racista de quien no perteneciera a la raza aria, ofrecía aspectos de muy difícil catalogación a la hora de llevar a cabo los asesinatos. A mi me parecía que acabar con la vida de la gente fusilándola, era más humanamente soportable que inyectándoles enfermedades, o dejándolas morir de hambre o de extenuación tras jornadas inacabables de trabajos forzados.
Poco a poco me fui mentalizando para enfrentarme a la prueba final que me esperaba en Auschwitz. Caminar por aquellos siniestros barracones era como estar sumergido en una película de terror. Ver montañas de gafas sustraídas a los prisioneros, miles de zapatos de toda clase y tamaño, pequeñas maletas con avíos de afeitar y peines de toda clase, me ponía un nudo en la garganta que, por más que intentara evitarlo, me hacían llorar.
Entonces comprendí que nuestro guía, que nos acompañó durante todos los días de la visita, se negara a entrar en los pabellones. Él era judío, alto cargo del ejercito de su país, que fue herido en una de las guerras en que participó y ahora, integrado en Yad Vashem―Centro mundial para la conmemoración de la Shoá― dedicaba su tiempo a ilustrarnos sobre lo que supuso el Holocausto. ¡Claro que entendía que no pudiera entrar en aquellos espacios donde millones de paisanos suyos habían perdido la vida tras un suplicio incalificable!
Y llegó el momento de entrar en las cámaras de gas
Al llegar a la entrada del pabellón donde estaban las cámaras de gas me armé de valor. Sabía que iba a entrar a un lugar donde unos años antes miles de gitanos y gitanas, hombres y mujeres, niños y niñas, acompañando a millones de judíos, discapacitados o de diferente orientación sexual, habían perdido la vida. Estaba nervioso, lo confieso. Pensé que lo mejor habría sido quedarme con el guía a la entrada, pero ya no podía dar marcha atrás.
Una joven judía polaca que nos acompañó a aquel siniestro lugar nos dijo que los que iban camino de la muerte entraban tranquilos. Habían sido hábilmente engañados. Les habían dicho que iban a tomar una ducha para evitar cualquier tipo de infección o enfermedad y que luego irían a sus pabellones de residencia. ¡Pobres infelices! Primero pasamos por un pequeño recinto donde debían depositar cualquier cosa de valor que llevaran encima. Y, por supuesto, anillos, cadenas, collares o relojes. Luego pasamos a otra habitación donde los inocentes debían desnudarse enteramente y depositar en unos estantes sus ropas que luego, les decían, debían recoger. Y finalmente entramos en la cámara de gas. Una gran sala, obviamente sin ventanas y con capacidad para albergar a mucha gente.
Una vez cerrada la puerta empezaba la “solución final”
Desde el exterior, con un sistema parecido al de una ducha, introducían cianhídrico o monóxido de carbono, así como el Zyklon B, un compuesto químico que liberaba grandes cantidades de ácido cianhídrico, un gas más pesado que el aire. Una página especializada describe así el punto final: “La muerte total de la multitud expuesta sobrevenía antes de veinticinco minutos. Como el gas actúa inhibiendo el ciclo metabólico celular respiratorio, las víctimas perecían por asfixia mientras sufrían espasmos y convulsiones”.
Desde fuera, los verdugos miraban como morían los inocentes a través de un cristal grueso colocado en la puerta, y cuando comprobaban que todos habían muerto, la abrían para ventilar y llevar los cadáveres al crematorio.
Hoy, 27 de enero, hace 75 años que los Aliados pusieron fin a esa terrible pesadilla, aunque me alberga el temor de que algunos grupos políticos, en esta convulsa Europa, no han aprendido la lección.
- Juan de Dios Ramírez-Heredia es abogado y periodista.