Como amante del fútbol estoy acostumbrado a resistir los estereotipos de quienes se refieren a ese mundo como algo siempre irracional, peligroso e incomprensible. Con frecuencia, son amigos que lo simplifican confundiéndolo con los poderosos que poseen grandes clubes y con la corrupción que gira alrededor de esos multimillonarios.
Asumir que disfruto con el fútbol no me impide ser crítico y opositor al gran desastre social y planetario –y futbolístico- que representa el próximo campeonato mundial de Qatar (o Catar, como queráis). Puedo disfrutar al ver un gol en los estadios de San Mamés o en Butarque y asumir la conveniencia social de leer libros como Florentino Pérez, el poder del palco, de Fonsi Loaiza.
No hay dicha sin contradicciones, desde luego.
Pero quienes señalé antes hablan como si el fútbol fuera la única actividad humana en la que el poder financiero y la corrupción actúan como un potente corrosivo.
A no pocos de esos amigos antifutboleros les gustan las novelas, la literatura, la alta cocina, los desfiles de moda, el cine de Hollywood, la arquitectura de Versalles o hasta la ópera, por ejemplo. Pero en esos campos les resulta molesto hacer el mismo ejercicio de crítica lógica que aplican al fútbol y a otros deportes casi de manera obsesiva. ¿El dinero y el poder no se mueven en los circuitos mundiales de la ópera, en el reparto de las estrellas Michelín, en los concursos literarios mayores o en los entresijos de Hollywood?
En esa actitud que señalo hay en algunas personas un punto elitista que roza el clasismo más evidente. Pueden bromear educadamente ante la (repelente) estampa de los príncipes de Cambridge en las carreras de Ascot, pero no entienden que saltemos de alegría por un gol de nuestro equipo del alma y que después vayamos como locos a compartir una cerveza en el bar de la esquina para revivir las incidencias del partido que acaba de terminar. ¿Se creen más que los demás porque no participan en ese tipo de fiestas?
«The man who enjoys watching football is to that extent superior to the man who does not», escribió el filósofo y matemático Bertrand Russell, premio Nobel de Literatura en 1950, en su libro La Conquista de la Felicidad. Russell consideraba que los siempre airados contra el fútbol no eran necesariamente superiores a los futboleros, sino únicamente un poco más infelices.
Esos censores siempre enfadados ven a los ultras racistas en las inmediaciones o dentro de los estadios, pero no entienden al –explosivo, sí- futbolista francés Eric Cantona reaccionando de manera virulenta, imprevisible, ante los insultos racistas de aquel espectador militante del fascista Frente Nacional británico, a quien propinó un golpe de kung-fu por el que fue expulsado durante meses, multado y condenado por un tribunal.
Sin seguir a Cantona en sus desvaríos, como si fuera un dios, quizá hay que admitir que como futbolista no es un tipo ajeno a la conciencia política y a la humanidad. Además de ser una figura histórica del fútbol, es un actor aceptable. Ni siempre genial, ni tampoco un imbécil absoluto.
Los críticos de los que hablo ven algunas banderolas y pancartas fascistas o descerebradas, pero no van al campo del C.D. Leganés, donde todos los partidos comienzan con la lectura de una declaración contra el racismo y la desigualdad. Ignoran también las acciones sociales solidarias de los seguidores del Rayo Vallecano en épocas de crisis.
Esos amigos en los que pienso no saben nada de los entrenadores holandeses que hicieron campaña para erradicar el racismo de los estadios. Ni del activismo antinazi que llevan a cabo miles de seguidores del fútbol mediante asociaciones diversas (recuerdo la inglesa Anti-Nazi League o FARE, Football Against Racism in Europe).
Hace pocos años participé en diversos seminarios del programa europeo Media Against Racism in Sport organizados por el Consejo de Europa. En Madrid, fuí coordinador de uno de ellos. Y en un debate celebrado en 2012 en la Universidad de Birminghan conocí a Danny Lynch, de la plataforma Let’s kick racism out of football (hoy sólo Kick it Out), que sigue empeñada en demostrar que el fútbol puede ser un campo fértil para la igualdad y para la lucha contra todo tipo de discriminaciones.
Difícil hacerles entender a mis amigos antifutboleros la trayectoria y los orígenes sociales del Celtic de Glasgow. Deberían leer a Phil Mac Giolla Bháin para que les explicara el largo sistema de apartheid antiirlandés sufrido por generaciones de pobres e inmigrantes con orígenes en la isla de Éire para quienes el fútbol actuó como aglutinante colectivo de su demanda de derechos sociales y políticos.
Quiero recordar aquí el significado de la cita más famosa y muy conocida de Bill Shankly, internacional de la selección escocesa y viejo entrenador del Liverpool.
Shankly era un tipo originario de una familia modesta. Creció en una localidad minera del norte de Gran Bretaña, cuando las minas tenían otro significado histórico y social.
A quienes lo querían sobrepasar con la apariencia de lo racional o a los otros que por el contrario le reprochaban el ruido y el autobombo futbolero, Bill Shankly les respondió así:
-Algunos creen que el fútbol es un asunto de vida o muerte. Estoy totalmente en desacuerdo con esa actitud. Puedo asegurarles que es mucho, bastante más importante que todo eso.
En 2013, en el legendario estadio de Anfield, los seguidores del Liverpool, alzaron una pancarta que resumía bien su idea y admiración por aquella personalidad singular. «Shankly 1913-81. Él hizo feliz a la gente».
En muchos ámbitos, Bill Shankly ha sido reconocido por su impulso a la idea del fútbol como vía de acercamiento entre los individuos, como juego para el disfrute colectivo y como placer al alcance de la mano.
En el diario The Guardian, James Corbett, lo describió así: «Bill Shankly fue siempre mucho más que un entrenador de fútbol. Fue el Muhammad Alí del fútbol, un atrevido, inconformista y carismático, cuyas salidas y dichos tenían siempre un innegable, inesperado, ángulo poético».
Cantona simplificó el fútbol, sus virtudes y contradicciones, con una frase genial: «Quand les mouettes suivent le chalutier, c’est qu’elles pensent qu’on va leur jetter des sardines». Cuando las gaviotas siguen al barco pesquero debe ser porque creen que van a arrojar unas cuantas sardinas.
Siempre es conveniente pensarlo dos veces antes de lanzar al aire aburridos estereotipos.
Sobre el fútbol o sobre cualquier otro asunto que tenga que ver con nuestra felicidad o con la poesía.
Quiero compartir mi testimonio de cómo me convertí en futbolista, también puedes contactarlos con esta dirección de correo electrónico { [email protected] }
De acuerdo con el autor. Me sumo a su pensamiento porque, así lo creo, el futbol puede ser una vía de transformación social para muchos individuos -mujeres y hombres-, pueblos, enfermos, gente de toda condición social y hasta simpatizante político partidista. ¿De dónde han surgido futbolistas que se trascienden a sí mismos? ¿De dónde equipos amateurs y hasta profesionales si no es de la parte baja? El debate es de largo aliento.