Hoy, 9 de octubre de 2018, en el cuarenta aniversario de la muerte de Jacques Brel, levanto la vista por encima de mi escritorio para ver enmarcado uno de los “affiches” más clásicos, el que, editado por Art et Scene y vendido por decenas de miles en todo el mundo, muestra en torno a una mesa literalmente cubierta de vasos, botellas, ceniceros y micrófonos, a tres monstruos sagrados de la “chanson française”: Georges Brassens, Léo Ferré y Jacques Brel, quienes charlan para un programa radiofónico y se dejan retratar para la foto que ha pasado a la historia como “Tres hombres en un salón”. Los tres bebían cerveza, Brel fumaba Gitanes, Ferré Celtiques y Brassens tabaco de pipa.
Brel era belga, muy alto y hasta exageradamente delgado, hermoso con esa “belleza de los feos” de que hablaba Serge Gainsbourg; Brassens, quien cantaba el revés de las situaciones cotidianas, lo que no se ve del decorado de la vida, tenía un rostro sonriente de “bon vivant”; y Ferré, descendiente de un catalán croupier en el Casino de Montecarlo, nunca pudo superar el trauma de la muerte de Pépée, el chimpancé hembra enfermo de pleuresía, propiedad del circo Bouglione, que adoptó en 1959 y al que mató el disparo de un cazador contratado por la esposa del artista, harta de la tiranía del mono. Fueron un disparo y un divorcio.
La foto la tomó, el 6 de enero de 1969 Jean-Pierre Leloir para la revista mensual Rock & Folk, que la publicó en su número de febrero. La reunión estuvo organizada por el periodista François-René Cristiani, que fue quien llevó al apartamento de la orilla izquierda los micros y un magnetófono con el que, durante dos horas sin interrupciones, grabó la conversación a tres bandas que días después retransmitió RTL (Radio Television Luxemboug). Los tres hombres hablaron de música y canciones, de la vida, del amor, el dinero, la liberta, la soledad, las mujeres…
Ahora, los tres hombres están muertos, pero antes de irse dejaron una impronta imborrable en el mundo del Arte, con mayúscula. Su música ha servido de inspiración al menos a dos generaciones, para los intérpretes franceses actuales es un atrevimiento y un honor versionar las piezas más conocidas de sus repertorios y, para sus admiradores, –entre los que me cuento- es un privilegio alzar la vista y saludar a los rostros de tres poetas irrepetibles y tres músicos llenos de talento. Eran todavía buenos tiempos para la lírica.
Brel se marchó el primero
Hace un año, en octubre de 2017, en Bruselas se inauguraba una estatua en bronce de Jacques Brel, obra del escultor belga Tom Frantzen, titulada L’envol (El vuelo). La escultura, que preside la céntrica Place de la Vielle Halle aux Blés, en el centro de la capital, es una iniciativa de los comerciantes de la plaza -que alberga también la fundación que lleva el nombre del mejor cantautor belga, y uno de los grandes, grandes en lengua francesa- y muestra al artista en uno de sus gestos más característicos: detrás del micrófono y con los brazos abiertos, como “a punto de despegar.
“Los hombres prudentes son inválidos”. Este conocido aforismo que solía repetir Jacques Brel, quienmurió hoy hace cuatro décadas, el 9 de octubre de 1978 de un cáncer de pulmón y con solo 49 años, resume en cierto modo la trayectoria y la obra de quien sigue siendo uno de los mejores cantantes y compositores de la música popular del siglo XX, y un artista siempre excesivo. Ne me quitte pas, Amsterdam, Ces gens-là, Mathilde, Les vieux amants… Decir Brel es decir canción francesa pero es también recordar la imagen de un artista que vivía sus personajes, que en el escenario convertía las canciones en piezas teatrales, marcando una época y dejando su huella para las siguientes.
Pocas veces hemos visto a un cantante expresar su rabia y sus pasiones con tanta sinceridad como Jacques Brel, el devorador de noches, amistades y efusiones, cuya vida fue una cadena de rupturas: para empezar con la familia, cuando se niega a seguir los pasos de su padre en el negocio de cartonajes; convertido en aplaudido cantautor, abandona el escenario tras quince años de éxitos; transformado en actor, deja los platós para exiliarse como navegante, piloto, aventurero en un islote del Pacífico, siempre pasando página para “ir a ver”, como decía.
Exuberante y siempre púdico, se ganó el afecto de un público que durante mucho tiempo se mofó de su manera de gesticular en el escenario. Nadie más ha cantado como él, con ese cuerpo que parecía dislocado, con esos dos brazos que se movían en todos los sentidos, con esas manos “que hablaban de mujeres, de viejos, de burgueses, de bobos y de cabrones, de soñadores y marineros, de quienes se aman y de los que ya no se aman, con un balanceo como roto, un aspecto de funámbulo, algo de mimo…” (Caroline Chalet, Figaro).
El “Grand Jacques”, que en cada una de sus actuaciones gesticulaba y sudaba a chorros inflamando al público, abandonó su carrera en 1966, justamente cuando por fin había alcanzado el cénit de la gloria. Nacido en Schaerbeek, cerca de Bruselas, el 8 de abril de 1929, en vísperas de la Gran Depresión, y bautizado como Jacques Romain Georges Brel, estudió en un colegio católico, fue boy-scout y a los dieciséis años creó un grupo de teatro con amigos, para el que escribió algunas funciones. Conoció la Segunda Guerra mundial y la invasión alemana de Bélgica, la lucha por la independencia argelina y la radicalización de los años 1960.
Mal estudiante, a los dieciocho años su padre le puso a trabajar en la empresa familiar de cartonajes; al mismo tiempo se hizo miembro de sociedad filantrópica “La France Cordée”, que presidió en 1949, en la que montó varias obras de teatro, entre ellas “Le Petit Prince de Saint-Exupéry”, y donde conoció a quien sería su esposa, Thérèse Michielsen.
A partir de 1952 compone algunas canciones, que interpreta para una familia que no quieren que convierta ese hobby en una profesión. Un año más tarde, abandona la empresa familiar para probar suerte en los cabarets, canta en público en Bruselas y saca un disco de 78 r.p.m. Un cazatalentos le lleva a París, en contra de la opinión de la familia, que deja de pasarle la asignación mensual justo cuando nace su segunda hija.
Los comienzos fueron duros, para Brel como para casi todos los artistas. Acudió a audiciones y consiguió algunas actuaciones en salas parisinas como L’Ecluse o Trois Baudets, donde el público se reía de su aspecto provinciano. En 1954, se presenta al Gran premio de la canción de la localidad de Knokke-le-Zoute, donde queda penúltimo pero conoce a Juliette Greco quien le pide la canción “Ça va (le diable)” para el concierto que va a dar en la mítica sala Olympia. Estamos en 1954, el propio Brel se presenta en el Olympia sin ningún éxito, aunque consigue ser incluido en una gira veraniega junto a Darío Moreno, Philippe Clay y Catherine Sauvage. Un crítico escribe entonces: “Escribe hermosas canciones, lástima que persista en interpretarlas”.
En 1955 traslada a su familia a Montreuil, en las afueras de París, y graba su primer álbum, un vinilo en 33 revoluciones, mientras actúa para organizaciones cristianas. Al año siguiente conoce a quien iba a ser una de las personas más importantes en su carrera: el pianista clásico Françcois Rauber, quien desde entonces le acompaña primero en las actuaciones y después en estudio, le hace adquirir la formación musical que no tenía y se convierte en el arreglista y orquestador de toda su obra. También Gerard Jouannest, pianista y arreglista, acompañará a Brel durante toda su carrera, lo mismo que el acordeonista Jean Cori, quien se unió al grupo en 1960.
En 1957 recibe el Gran Premio de la Academia belga Charles-Cros por el álbum “Quand on a que l’amour”, el primero de sus éxitos que después ya vendrían encadenados. Un año más tarde, en un segundo concierto en el Olympia como telonero de Philippe Clay, el público le aplaude en pie al terminar la actuación. Es el comienzo del enorme éxito que conseguiría en los años siguientes. Publica el álbum “La valse à mille temps”, deja en el camerino la guitarra que más que acompañarle parecía servirle de muleta y desde entonces canta “a pelo”, convirtiendo cada interpretación en un espectáculo escénico.
Se suceden los contratos, los recitales internacionales –de Estados Unidos a Moscú pasando por Oriente Medio- y las noches en blanco con alcohol, tabaco y conquistas femeninas. El punto álgido de su carrera se produce en un nuevo concierto en el Olympia, en octubre de 1961; ya no solo le aplaude el público, cuenta también con el reconocimiento de la crítica, especialmente a partir de la grabación de una de sus títulos más célebres, “Le plat pays”, homenaje a su Bélgica natal (allí no hay montañas), y la creación de su propia casa discográfica llamada inicialmente Arlequin y seis meses más tarde Editions Pouchenel (Polichnela en el argot bruselense). Comparte otro concierto en el Olympia con la novata Isabelle Aubret a quien meses después, cuando sufre un accidente de tráfico, regala los derechos vitalicios de la canción “La Fanette”.
En 1963 se saca el título de piloto de aviación civil, que le será muy útil cuando se traslade a vivir a las islas Marquesas, y se compra una avioneta. En 1964 recibe el Gran Premio del Disco en Francia y en 1965 la prensa estadounidense le califica de “huracán magnético” tras un recital en el prestigioso escenario del Carnegie Hall neoyorquino. Al año siguiente cumple los últimos contratos pendientes, aparece en noviembre por última vez en el Olympia, actúa en el Royal Albert Hall de Londres, en enero de 1967 se presenta de nuevo en el imponente escenario del Carnegie Hall, el 16 de mayo da su último recital en la localidad francesa de Roubaix, y después abandona la canción como había anunciado: “Conservo un recuerdo violento de aquel último recital en el Olympia. Aquella noche, todos sabemos que se trata de un auténtico adiós… La sala es ferviente, a punto de explotar de hombres y mujeres que componen el ‘todo París’ de la época, máscaras y muñecas, marionetas y títeres, pero también gente de talento, de poder, de influencia… moscas y moscardones atraídos por ese hombre-luz que se va a extinguir voluntariamente”. (Caroline De Malet, Figaro)
Ya hace tiempo que Brel se ha contagiado del virus de la aventura y ahora quiere dedicarse al teatro y al cine. Ese verano intervienen en la película “Los gajes del oficio” (Les risques du métier), de André Cayatte, y compra un velero a medias con un amigo.
1968 es el año de «El hombre de la Mancha», que pone en escena en Bruselas con un Sancho Panza encarnada por Darío Moreno, quien fallece diez días antes del estreno en el Théâtre Royal de la Monnaie de París, y tiene que ser reemplazado de urgencia por Robert Manuel. En mayo de 1969, agotado por más de 150 representaciones consecutivas, Jacques Brel pone fin a su participación en el musical y nadie le sustituye. A finales del verano rueda “Mon oncle Benjamin”, a las órdenes de Edouard Molinaro, se matricula en una escuela de aviación y se compra un avión nuevo. Antes de que acabe 1971 rueda en el Caribe “La aventura es la aventura”, de Claude Lelouch; allí conoce a una joven actriz y bailarina, Madly Bamy, con la que va a compartir los últimos años de su vida.
En junio y julio del ‘72 rueda en Bruselas “Le Farwest” que en el Festival de Cannes 1973 se convierte en un gran fracaso. Para entonces, Jacques Brel sabe que está irremediablemente enfermo, hace testamento y nombra a su mujer heredera universal. Edita un disco de 45 revoluciones –“L’enfance”- del que cede los derechos de autor a la Fundación Perce Nege, que preside el actor Lino Ventura, de ayuda a niños minusválidos. Con él rueda “L’Emmerder”, a las órdenes de Edouard Molinaro, y a finales del año emprende una travesía de dos meses en su velero Askoy, con cinco amigos. Regresa a Bruselas para asistir al funeral de un amigo y a la boda de una de sus hijas, y en noviembre le operan en Bruselas de un cáncer muy avanzado, en el pulmón izquierdo
Sabe que le queda poco tiempo y asegura que quiere moir solo. Jacques Brel y su compañera Madly se instalan en la isla de Hiva-Oa, en las Marquesas. Deja de fumar y se compra otro avión, acondicionándolo como «taxi» para ayudar a desplazarse a los habitantes de las islas cercanas. En 1977 regresa a París, donde vive en un pequeño hotel, para grabar un disco – “Les Marquises”-con doce de las diecisiete canciones nuevas que ha escrito en las islas, y que sale a la venta en noviembre. El álbum incluye excelentes canciones, como “Jaurès”, “Orly” y “Ver a un amigo llorar” (Voir un amie pleurer); después, Brel regresa a Marquesas.
En julio de 1978 le descubren un nuevo tumor canceroso, pasa seis semanas en el hospital y el resto del verano en el sur de Francia. El 7 de octubre le trasladan de urgencia al hospital de Bobigny, donde muere el día 9 de una embolia pulmonar. Sus restos llegan a Hiva-Oa el 12 de octubre. Jacques Brel, un personaje singular que tuvo una vida de novela y ha dejado una obra excepcional, está enterrado en el cementerio de Atuona, muy cerca de la tumba del pintor Paul Gauguin.
Hoy, cuarenta años después, las canciones de Brel siguen en nuestras memorias transmitiendo emociones con la misma fuerza porque, como ha dicho con voz especialmente grave Emmanuel Macron en el homenaje nacional a Charles Aznavour (otro grande de la chançon, fallecido esta semana a los 94 años), “los poetas, en Francia, no mueren jamás”. Añado por mi cuenta, que los poetas forman parte del patrimonio universal.
Inclasificable, Brel, muerto lo mismo que vivo, sigue siendo el tipo políticamente incorrecto que llegó de Bruselas a París con una guitarra bajo el brazo, el idealista, el individualista que en sus canciones oscila del anarquismo al humanismo. Universales, sus mensajes tocan la sensibilidad del intelectual como la del público en general, porque repiten lo que forma parte del inconsciente colectivo. En el capítulo de canciones comrometidas, además de “40 mai” que escribió al final de su vida y que se refiere a la invasión alemana, en plena guerra de Argelia escribió “Quand on a que l’amour” y “La Colombe”, que en su versión inglesa fue interpretada en manifestaciones contra la guerra de Vietnam, entre otros por Judy Collins y Joan Baez. En el álbum de 1959 –“ Jacques Brel Nº 4” – figura su canción más célebre, “Ne me quitte pas”, que después ha sido cantada en quince lenguas y de la que se han grabado cerca de 300 versiones en todo el mundo: un amante que no quiere que le abandonen, implora aunque sabe que no le escuchan, canta haciendo promesas y acaba llorando; nada que nos sea ajeno, el pequeño drama personal que hemos vivido millones de personas como él.
Este martes, 9 de octubre de 2018, cuarenta años después, 170 salas de cine de Francia, Bélgica y Suiza, rinden su particular homenaje a Jacques proyectando las versiones restauradas de dos conciertos inolvidables: el de 1963 en Knokke-Le-Zoute y el de la despedida en París, en 1966.