Un retrato hecho por Alberto Schommer a un Andy Warhol envuelto en la bandera norteamericana podría ser el mejor icono para representar las relaciones entre el artista del Pop Art y su país.
La bandera de las barras y las estrellas arropa y protege a un Warhol que al mismo tiempo sitúa a la enseña, pues es él mismo quien la pinta, en el campo de la modernidad.
Un cuarto de hora de fama
Acaba de publicarse por primera vez en España, en edición facsímil, traducido al español y con prólogo de Estrella de Diego, “America” (Siruela), una de las obras fotográficas más citadas del artista que revolucionó el arte y la cultura de masas del siglo XX con el Pop Art. Una vez convertido al Pop, dice Warhol, no volverás a ver un letrero de la misma manera ni volverás jamás a ver América de la misma manera. Y por eso Andy Warhol recorrió los Estados Unidos de costa a costa, de Nueva York a California, para captar con su Minox automática o con su Polaroid, con su estilo fotográfico, caótico y desordenado, y con la mala calidad formal que caracteriza su fotografía, algunos de los momentos que definen la América de los años ochenta, sus oropeles y sus miserias, sus encantos y sus bajas pasiones. Para ello Warhol puso en marcha uno de sus principios, cual era el tratar de quedarse un rato en cada sitio y mantener los ojos bien abiertos porque “la auténtica América es el lugar de los Estados Unidos en que te encuentras”. La auténtica América, entonces, son las campiñas de Aspen, las casas de madera de las ciudades pequeñas, las granjas que son como las de las películas. Y los verdaderos americanos son las gentes que tienen “trabajos auténticos”, que son mecánicos, médicos rurales, fontaneros, aquellas personas de las que “sientes que sus vidas son más importantes que la tuya”. Pero América está también en el Derbi de Kentucky, en las calles de Nueva York, en los lugares de turismo como las playas de Montauk y Newport. Y, claro, en California. Warhol llegó aquí cuando el movimiento hippie estaba en su último aliento y Hollywood ya no era lo que había sido, pero el mundo del espectáculo está para probar que “lo importante no es lo que eres sino lo que creen que eres”. De ahí que sea fundamental tener siempre buen aspecto, como condición para ser famoso. Y como cada vez hay más medios, se necesitan más famosos para tener de qué hablar. Así que todo el mundo puede tener su cuarto de hora de fama y hay que estar preparado para cuando llegue. Lo más divertido de hacerse famoso es que no suele ocurrirle a la gente que lo persigue.
Sociedad de consumo
Esta “America” de Andy Warhol es un punto de vista testimonial de una época pero también un fragmento de la autobiografía del artista y de su obra. Porque es una brillante manifestación de esa sociedad de consumo que el autor ilustró en sus obras desde el cartel publicitario de las sopas Campbell y que ahora lo hace fotografiando los cientos de bebidas que cualquiera puede elegir en los Estados Unidos para calmar la sed, y que, dice Warhol, son un elemento más de democratización: igualan a los ricos y los famosos con los pobres y los sin techo: todos beben lo mismo. Y es también una lúcida mirada sobre la importancia del “ahora” (¡Ahora!), sobre lo poco que cuenta el pasado y lo poco que interesa el futuro, sobre la fugaz evanescencia de las novedades en esa sociedad de consumo que transforma en efímeras las vidas de la película, el libro, el disco… que cada vez permanecen menos tiempo en el presente. Y por eso, dice, “nunca nos enteramos de la historia completa de nada”.
Por las páginas de “América” desfilan, siempre en blanco y negro, los famosos de cuarto de hora junto a las viejas estrellas con años de fama a sus espaldas, que exhiben sin pudor en las fiestas mundanas su decrépita decadencia, manteniendo artificialmente los restos de aquella elegancia que les llevó a la fama: Elizabeth Taylor, Gloria Swanson, Lillian Gish (“A Bette Davis no le gusté nunca, pero sigue siendo la mejor actriz del mundo”). Hay atletas de lucha libre y deportistas de élite (John McEnroe). Cantantes famosos (Toni Bennet, Madonna, Diana Ross, Mick Jagger, Laurie Anderson), estrellas rutilantes (Liza Minnelli, Billy Idol, John Travolta, Mel Gibson), artistas de éxito (Robert Rauschenberg, Jean-Michel Basquiat, David Hockney). Y escritores: Norman Mailer y un Truman Capote con las cicatrices sobre su cara de una reciente operación de estiramiento de la piel… toda una metáfora de la fama y el buen aspecto. Todos ellos conforman una cierta América que el cine y la televisión se han encargado de convertir en una mitología portátil. Ese cine y esa televisión que son también objetos del objetivo de Andy Warhol.
Cuesta creer que el artista mundano, siempre rodeado de fama y glamour, de millonarios elegantes y de bellezas más o menos exóticas, estuviese interesado en mostrar en sus fotografías también el desamparo de los sin techo, de los parados y de los inmigrantes y que manifieste una irónica mirada sobre los pobres: “Ya no se oye aquella expresión de ‘pobre pero honrado’… ahora, cuando se ve a alguien pobre se piensa: son pobres porque no han conseguido hacerse un hueco en el mercado”.
En un texto dramático Warhol recuerda aquel momento, en 1968, en el que estuvo al borde de la muerte a consecuencia de los disparos de una de sus musas, Valerie Solanas. Y retrata a la muerte en esas viejas tumbas de los cementerios en las que apenas se pueden leer las gastadas letras grabadas sobre la superficie de lápidas de piedra humedecida: “Siempre he pensado que me gustaría tener una tumba sin nada escrito. Ni epitafio ni nombre. Bueno, la verdad es que me gustaría que pusiera: ficción”. Pues eso.