Roberto Cataldi[1]
Internet define en gran medida la cultura de nuestro tiempo, y al ser controlada por megaempresas revela un verdadero peligro, pero también nos plantea una incógnita sobre la gestión política del conocimiento en la «sociedad de la información».
Para algunos existe hiper-información, capaz de producir una suerte de «intoxicación informática», mientras otros sostienen que la sociedad está desinformada a pesar del cúmulo de noticias con que la bombardean.
La vida digital produjo aceleración. La cultura del «pensamiento rápido», no reflexivo, se ha impuesto, y se emiten opiniones o sentencias en función de las emociones. Por otro lado, la cultura de la medición ha sustituido a la cultura de la calidad, pues, la gente repara en el número de likes, de seguidores en las redes, y los considera indicadores de «importancia».
Otro fenómeno es el de las monedas virtuales o criptomonedas, pues una de ellas consume más energía que Argentina o Finlandia, dejando una huella de carbono comparable a la de Suiza…
Es evidente que hay mucho interés en desterrar el conocimiento inútil y, debemos ser cuidadosos con esta calificación. Existe una burbuja de inmediatez, y la posibilidad de logros en el largo plazo no despierta ningún entusiasmo.
La experiencia del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, fundado en 1930 por los hermanos Bamberger, resulta interesante. Abraham Flexner, reformador de la educación universitaria, los convenció para que invirtieran su dinero en la investigación más abstracta. Flexner escribió un célebre ensayo acerca de la «utilidad de los conocimientos inútiles». Él sostenía que el Instituto estaba en deuda con Hitler por personas como Einstein, John von Neumann y otros científicos que huyeron de Europa, no olvidemos que allí se produjo la bomba atómica y la computadora.
La incidencia que hoy tienen las industrias culturales (Adorno aborrecía el término) y creativas sobre el desarrollo de un país puede ser muy significativo. Y no podemos ignorar el impacto macroeconómico, cuya incidencia ha crecido en algunos países a partir de la crisis de 2008.
Finlandia le ha dado a estas expresiones un enfoque empresarial. Dinamarca exporta su arte. En Suecia la música, el cine y la literatura adquirieron gran desarrollo y el arte de los videojuegos se enseña en la Universidad. En plena crisis, mientras los países del sur de Europa practicaban drásticos recortes y a la vez subían los impuestos, Islandia se volcó a las industrias creativas y en unos años su porcentaje del PBI superaba al de la agricultura. Noruega apostó a la música y facilitó la presencia de sus músicos en el extranjero. Holanda en materia de industrias creativas apoyó la colaboración entre la industria, los institutos del conocimiento y el gobierno. Hasta ahora todos estos países tienen en común, entre otras cosas, estar bien posicionados en materia de educación, salud, seguridad social, y no han dejado la cultura a la intemperie.
En América Latina y en muchas otras regiones del mundo no se advierte de parte de los gobiernos un genuino interés por la cultura, en todo caso se hace alguna alusión al pasar como un artículo más de la retórica política.
Llama la atención la ignorancia de la dirigencia sobre el valor económico de la actividad cultural, un grave error de estrategia. Pero el sector privado a menudo ha visto el problema desde una óptica exclusivamente comercial, desentendiéndose de otros aspectos que tienen contenido social.
Claro que una cosa es la calidad de una expresión cultural y otra el montaje comercial. Para peor hoy se entremezclan problemas como la diversidad cultural, la identidad, la protección del patrimonio, el desequilibrio en el desarrollo y el apoyo que reciben las diferentes industrias. Lo cierto es que la cultura ya no puede ser tan solo la cultura letrada en la que uno se formó, porque existen otras expresiones que merecen un apoyo concreto, como las artes audiovisuales, la moda, el diseño gráfico, las artesanías, la fotografía, las nuevas apps, entre otras expresiones culturales, más allá de las tradicionales como la comunicación, la pintura, la escultura, las artes escénicas o la edición de libros.
Las startup surgen de una idea innovadora, montan un buen negocio y crecen a una velocidad mayor al del PBI, indicador que englobaría a toda la economía reflejando el valor agregado que genera un país, aunque lo cierto es que el PBI no refleja toda la realidad. Es necesario que haya políticas de Estado que promuevan la innovación, la producción de bienes y servicios culturales, pero también es necesario que se facilite el consumo de los mismos. En ocasiones no se tiene presente que la cultura y la educación van tomadas de la mano, como lo advirtió Malraux cuando fue ministro de Cultura de De Gaulle.
Hay que reparar en los que hacen la cultura, los que la comercializan, y finalmente los destinatarios. Tres sectores claramente diferenciados. Y considerar la cultura como motor del desarrollo y la ética como guía del «desarrollo con equidad».
Aquí como en tantas otras áreas siempre están al acecho los oportunistas, que quieren sacar ventajas hiper-especulando, pues solo les interesa el dinero, y los que procuran monopolizar una actividad para que todo quede en sus manos. Esto resulta inevitable por la codicia humana. Algunos adoptan como marketing la filantropía, escondiendo sus verdaderos intereses. Pese a todo, mucha gente está dispuesta a llevar adelante sus sueños, sus proyectos creativos, y merecen apoyo, no trabas burocráticas, mucho menos la trampa de quienes ofrecen financiamiento y se quedan con la mayor parte de los beneficios. Desde ya que la corrupción está a la vuelta de la esquina.
Muhammad Yunus, creador del microcrédito, sostiene que la economía cambia si la mentalidad cambia, considera que hay negocios para ganar dinero y negocios para cambiar el mundo. Necesitamos que la economía de la cultura se instrumente bien, con sentido ético, para que sea un beneficio social, no una aventura financiera más.
El epistemólogo Thomas Kuhn habló de paradigmas en el campo de la ciencia y, el término se extendió a otros campos para denominar o señalar ejemplos, teorías, esquemas o patrones. La implementación de un cambio de paradigma significa cambiar la manera de hacer algo, y hoy por hoy vivimos en medio de numerosos cambios.
Alessandro Baricco dice que el cambio de paradigma no es fruto de la revolución tecnológica sino al revés. Cree que deberíamos analizar en qué momento y por qué el hombre cambió su manera de pensar y de estar en el mundo e inventó estas nuevas herramientas, porque la revolución digital, es, la consecuencia de ese cambio mental.
En los países desarrollados la manufactura cae abruptamente siendo reemplazada por la tecnología digital, y en este cambio surge la inestabilidad laboral, agravada por el cisne negro de la pandemia. Desde hace tiempo la teoría del ahorro como práctica futura de progreso fue sustituida por la economía de casino. La inflación se vive como un azote y creo que la Argentina no tiene rivales…
En fin, algunas frases son paradigmáticas, bástenos cuando Charles Darwin sostuvo que, «No son las especies más fuertes las que sobreviven, ni las más veloces, sino las que mejor se adaptan al cambio», o cuando Albert Einstein dijo que, «En los momentos de crisis, sólo la imaginación es más importante que el conocimiento».
Lo cierto es que la cultura mejora la calidad de vida, puede tornarnos más humanos, y sobre todo evitar el vacío existencial.
- Roberto Miguel Cataldi Amatriain es médico de profesión y ensayista cultivador de humanidades, para cuyo desarrollo creó junto a su familia la Fundación Internacional Cataldi Amatriain (FICA)
Me ha parecido muy interesante el análisis sobre la influencia de la cultura actual en los negocios. Es sorprendente cómo las tendencias culturales pueden moldear las estrategias empresariales. Definitivamente, un tema que merece más discusión y reflexión. ¡Gracias por compartir!