En una Hungría rural reciente, donde el fascismo rampante se dedica a exterminar en la sombra a familias enteras de gitanos (roms) ante la indiferencia de los lugareños, un adolescente rebelde que recorre continuamente el bosque como Pulgarcito intentado burlar al ogro, intenta sobrevivir construyéndose un bunker al que va trasladando todo lo que roba en las casas de los alrededores mientras, junto a su madre y su hermana, espera el momento de poder abandonar el país y viajar a Canadá, para reunirse con su padre.
Los gitanos húngaros de Solo el viento no son los habituales de otros relatos, cinematográficos y literarios. Estos roms no tocan el violín ni recorren el mundo llevando su música a las calles y los cafés, viven inmersos en la pobreza ambiental, de la que parece difícil que puedan salir, y son objeto continuado de ataques de violencia y racismo.
Conviene saber también que existen varios millones como ellos, que el 60% viven por debajo del umbral de la pobreza y más del 80% no tienen cualificación alguna, por lo que solo pueden hacer trabajos que ningún otro ciudadano quiere hacer.
Melodrama social y de denuncia realizado por el húngaro Benedek Fliegauf (autor también de Tejut (la Vía Láctea), ganadora del Leopardo de Oro en el Festival de Locarno 2007), Solo el viento (Just the wind) es una película irregular, con momentos muy conseguidos y largas secuencias morosas, casi documentales, cámara en mano, que se hacen realmente pesadas. Es, como he leído en una reseña en la web, “una de esas historias que se resuelven en los primeros minutos”, porque pasado el primer cuarto de hora todo es previsible y sucede “según lo esperado”. Se estrena en España el 2 de agosto de 2013.
Basada en hechos reales, Gran Premio del Jurado en el Festival de Berlín 2012, y también Premio de la Paz y de Amnistía Internacional, sigue durante 24 horas, las últimas de su vida, la historia de los distintos miembros de una familia, incluido un abuelo alcohólico enfermo, y la miseria que les rodea. Esos, y el resto de los miembros de la comunidad de roms húngaros son víctimas anunciadas, excluidos, y en torno a ellos ronda la muerte; una muerte que esperan, según expresión extendida por el país, “como los corderos que marchan camino del matadero” cuando, para acudir a sus trabajos o a la escuela, tienen que atravesar el bosque donde viven separados del resto del mundo. Un bosque que es como “un muro invisible” y pone una nota de suspense obligando al espectador a plantearse la pregunta inevitable: si todos regresarán por la noche, sanos y salvos, a la casucha perdida entre la maleza.
Pese a los defectos apuntados más arriba, Solo el viento retrata todo el horror del racismo, la exclusión y la violencia de una situación que viola permanentemente los derechos humanos más elementales.