La operación había sido diseñada casi perfectamente. No podíamos permanecer en tierra mas de diez minutos, toda permanencia mas allá de ese lapso de tiempo podía conllevar un grave riesgo tanto para las personas a las que nuestro helicóptero destinaba ayuda humanitaria como para los que volábamos en él; tres pilotos norteamericanos entrenados para operaciones militares de emergencia y yo en calidad de fotoperiodista español.
No se trataba del primer helicóptero que podía ser asaltado; las masas descontroladas ya habían hecho accidentar otros que habían descendido sobre tierra, y por ello, los helicópteros filipinos habían tomado una táctica alternativa; cuando se aproximaban a una zona devastada llena de supervivientes compitiendo por la subsistencia, les arrojaban la ayuda humanitaria en vuelo rasante sin tomar tierra y luego remontaban de nuevo hacia la base militar de Taclobán.
Cuando el ultimo saco de media tonelada de ayuda humanitaria había sido depositado en el interior de la nave por un grupo de soldados durante el lapso de tiempo que llevaba el ensordecedor ruido del arranque, el piloto nos indicó mediante señas que subiéramos inmediatamente y antes de que pudiera afianzar por completo el cinturón de seguridad cruzado que me anclaba al asiento, habíamos ganado gran altura, situándonos en una posición tan paralela a la tierra que sentí como si nos fuéramos a caer a través de la gran compuerta abierta situada delante de mi asiento lateral, pero nuestros cinturones se acababan de cerrar con firmeza.
La gravedad proyectaba la cámara que colgaba de mi cuello hacia tierra como si quisiera fugarse a través de la compuerta dando fuertes bandazos descontrolados, motivados por la fuerte ventolera de las aspas, y tras tomar control de la misma, me la apreté contra el pecho, dirigiendo una mirada de agradecimiento hacia uno de los pilotos, que reclinado sobre los sacos de ayuda humanitaria, me había cedido el único asiento de pasajeros disponible.
Por equipo, además de un GPS en el chaleco para poder ser localizados en caso de caída, todos llevábamos un casco con orejeras para apagar el fuerte sonido que tornaba nuestras palabras inaudibles. Debido a que uno de los pilotos y yo no llevábamos interfono en el casco, solo podíamos comunicarnos mediante señas.
Debajo nuestro y antes de que sobrevoláramos el océano contemplábamos absortos la devastación causada por el Tifon Haiyan; todas las zonas anteriormente habitadas habían sido reducidas a grisáceas pilas de escombros por entre las que a veces se distinguía algún superviviente haciendo fuego o algún helicóptero de rescate que se adivinaba minúsculo en su vuelo a diferente altura. El océano nos engulló repentino, esgrimiendo su color azul turquesa con una belleza inenarrable de vez en cuando salpicada por la tragedia de islotes anteriormente poblados, y que ahora se presentaban inquietantemente humeantes, inertes, de algún modo señalando enigmáticamente hacia una presencia de lo que ahora únicamente constituía ausencia.
En el momento en que perdimos altura para volver a sobrevolar tierra, el impacto de la catástrofe se hizo más evidente; de las miles de palmeras que habían sido sembradas a lo largo de una cordillera montañosa sustituyendo a la vegetación original, todas habían sido abatidas por el tifón sin dejar una sola en pie. Al volver a perder altura una vez más, los grupos de supervivientes que habían avistado nuestro helicóptero comenzaron a surgir de todas partes, corriendo desesperadamente debajo de nosotros, atravesando las plantaciones o bajando apresuradamente de las montañas en dirección hacia donde pensaban que aterrizaríamos.
Por donde quiera que voláramos, la reacción era la misma. Parecían surgir de la nada, espoleados por la fuerza de la desesperación y muchos portaban palos o cuchillos, al objeto de poder competir por la ayuda humanitaria, o a veces con la secreta intención de intentar abordar el helicóptero para dejar atrás aquel infierno; las circunstancias de supervivencia eran extremas, no tenían ni agua ni alimentos y algunos, estando heridos necesitaban tratamiento urgente. Otros, llevados por la desesperación de tener algún ser querido herido agonizando u herido junto a los escombros acudían fuera de sí, provistos de un inquietante ímpetu sobrehumano capaz de rebasar el dominio que aún les quedaba de sí mismos.
En un intento de prevenir incidentes, el tripulante de la nave improviso un aterrizaje repentino en una playa y los otros dos pilotos y yo saltamos rápidamente a la arena, en tanto que él se quedó al mando de la nave preparado para salir de allí veloz en caso de emergencia y nosotros comenzamos a avanzar hacia el gentío, que a su vez acudía en masa hacia nosotros. Mientras yo no cesaba de hacer video y fotografías, los dos militares desenrollaron una ancha cinta de plástico a lo largo de unos 25 metros, que iba a marcar la línea y distancia de seguridad y a lo largo de la cual distribuirían los sacos de ayuda humanitaria.
En caso de que aquella línea de seguridad fuera rebasada por el avance de la masa, teníamos que abandonar el lugar inmediatamente; todos sabíamos que sólo el hecho de que alguien pudiera agarrarse a alguno de los esquejes cuando despegábamos era suficiente para hacer desequilibrar y accidentar la nave.
Antes de lo que preveíamos un grupo descontrolado ganó rápidamente la distancia que nos separaba y los militares, alzando los brazos y gritando les dieron el alto, indicando que aguardaran junto a la cinta de plástico, en tanto que comenzaron a descargar los sacos de ayuda humanitaria con toda la inmediatez de la que eran capaces, en el temor de que según fuera aumentando el número de supervivientes, pudieran hacerlo también las dificultades de que partiéramos sin riesgo alguno.
Tras rebasar la línea de seguridad, se me aferraron numerosas manos que, intentando averiguar si llevaba agua o comida en la mochila, me dejaron zafarme en cuanto supieron que sólo constituía equipo fotográfico. Entre tanto, los sacos iban quedando progresivamente acumulados a lo largo de la línea y la muchedumbre, que sorprendentemente aún parecía aguardar a que el resto de las provisiones fueran descargadas, comenzaba a mostrar los primeros signos de impaciencia. Aunque algunos se esforzaban por esbozarnos algo parecido a una desesperada sonrisa, el ver que parte de ellos llevaban palos o cuchillos, devolvía a uno la dimensión de la realidad en que nos hallábamos; se trataba de una cruda lucha por la supervivencia y un tumulto masivo podía estallar en cualquier momento. Podíamos realizar nuestra labor siempre y cuando mantuviéramos todos los sentidos prestos a una súbita huída.
Cuando quedaban tres sacos más por descargar, el tripulante de la nave comenzó a gritar gesticulando para que regresáramos de inmediato, y tan pronto como lo había dicho salimos corriendo presurosamente e intentando ganar distancia para no ser seguidos, pero al comprobar que manteníamos la distancia de seguridad, el mismo piloto que había dado la alarma gesticuló indicando que podía continuar un poco más con mi labor fotográfica.
Apenas me había dado la vuelta, la escena se había tornado dantesca y terriblemente dramática; todos, hombres mujeres, niñas y niños se habían enzarzado en una desgarradora lucha por la supervivencia que repercutía en detrimento de los más débiles; mientras un anciano herido de una pierna y apoyado en una muleta improvisada con palos se desplazaba de un lugar a otro blandiendo amenazadoramente un cuchillo, otros se golpeaban con palos, unos grupos de niños intentaban zafarse con lo que podían, los más mayores se quejaban de no poder acceder a algo, un hombre joven arrebataba una caja de provisiones a unas niñas que lloraban de desesperación, y las mujeres se batían por un saco recién abierto. Resultaba difícilmente imaginable que aquella gente de apariencia afable pudiera llegar a tal grado de desesperación, pero la inercia de su espíritu de supervivencia se había apoderado de hasta sus más básicas normas de convivencia. Algunos no luchaban por ellos, sino por alguna madre enferma, algún anciano herido necesitado de medicación, algún padre cuya hija aguardaba deshidratada junto a los escombros, o simplemente porque ya no podían continuar más días sin agua.
En habiéndose ido tornando la situación desesperada y progresivamente fuera de control, salimos a la carrera y subimos jadeando al helicóptero, pudiendo éste abandonar tierra antes de que algunos miembros del grupo nos dieran alcance.
Los pilotos, que yacían prácticamente exhaustos recurrieron al suministro de oxígeno de a bordo y quedaron adormilados bajo las mascarillas, a la vez que dejábamos atrás la cada vez más cruenta lucha del grupo de supervivientes remontando de nuevo aquel mar azul turquesa.
Todos los que estuvimos en Filipinas durante aquel tiempo que siguió al paso del tifón Haiyan encontrábamos que los momentos más dolorosos transcurrían cuando permanecíamos inactivos, y era entonces cuando nos desbordaban las imágenes de aquel apocalipsis. La integridad de la ciudad de Tacloban había sido reducida a escombros y los muertos habían sido tantos que se acumulaban por las calles o flotando sobre el mar, y su hedor nos impregnaba, impregnaba el aire, nuestras ropas, nuestros sentidos. La actividad constante hacia que no pensáramos y que pudiéramos una vez exhaustos pudiéramos dormir en cualquier edificio en ruinas cuando la noche envolvía aquellas ruinas fantasmagóricas y sin electricidad.
Todos los días las vivencias acaecidas durante el día desbordaban nuestra mente. Podría haber citado tantas… recuerdo aquella playa en la que unos niños dibujaban con un palo en la arena y las olas se llevaban sus dibujos. Estaban abstraídos, pero sonrientes. A pocos metros yacían los cadáveres de sus padres y los del resto de su familia. Una psicóloga filipina me dijo que su reacción era normal; sonreían porque era una faceta de su estrés post traumático y simplemente todavía no habían logrado aceptar el que habían perdido a toda su familia.
Nuestro ánimo transcurría siempre entre los extremos de la fortaleza y el dolor; a veces llorábamos como niños, como aquella vez en una catedral habilitada como un refugio temporal, en que al ver a los refugiados no pude evitar que una multitud de silenciosas lágrimas resbalara por mis mejillas y los filipinos, al verme, corrieron a abrazarme y me quisieron dar lo mas preciado que tenían; sus botellas de agua. Varios desconocidos nos abrazamos y quedamos llorando en grupo durante unos instantes que se me aparecieron eternos. También recuerdo aquel momento en que un médico militar filipino me atendió por unas heridas en las piernas que corrían riesgo de infección. Durante todo el tiempo en que me asistió permaneció sonriente, bromeando, contando que llevaba tres noches sin dormir atendiendo pacientes. En el momento en que había terminado le pregunté si me podía contar algunas de sus vivencias. Me acompañó a un lado de las ruinas en donde trabajaba y se derrumbo sobre una pared llorando sin cesar. Le dije, lo que todos nos decíamos entonces; “Llora, llora, es normal que llores, todos somos humanos, es necesario que llores, has visto demasiado…
Al volver a España, lo hice embargado por el dolor, por el dolor de sentirme aislado en aquella experiencia, mientras la gente me comunicaba que ya lo había visto en la televisión y que lo entendían. No, nadie podía entenderlo porque la televisión no desprende olores, no transmite el continuo llanto de quiénes habían perdido a toda su familia o el ver a una madre en estado de shock aferrada a unas ropas de bebé llenas de barro que llevaba levantando escombros durante días al tiempo que gritaba su nombre. En la televisión se desensibiliza de las experiencias y si llegan a ser duras se cambia de canal.
Desde este artículo envío toda mi fortaleza y solidaridad hacia el pueblo filipino, que con tanta fortaleza ha sabido afrontar y continua afrontando las consecuencias apocalípticas del tifón Haiyán o “Yolanda”, tal y como ellos lo quisieron llamar. Abiertamente confieso mi respeto por tan admirables gentes, y me gustaría decirles que no están solos, los que estuvimos allí en aquellos momentos, continuamos sufriendo y empatizándo con su dolor.