Roberto Cataldi¹
Nunca se habló tanto de los algoritmos como en la actualidad. Recuerdo que cuando mi profesor de lógica nos explicaba los distintos algoritmos yo percibía que nos mostraba los caminos diferentes que toma la mente en la búsqueda del entendimiento.
Nos decía que con el raciocinio los conocimientos virtuales pasan a ser formales, pues de no conocer pasamos al conocer, y nos advertía que el problema grave que veía (corrían los años setenta), era el signo que había adoptado nuestra cultura: a-lógico e irracional, no discursivo sino intuitivo, y más que especulativo, pasional.
Hoy compruebo que aquellas lecciones son actuales. Entonces yo ignoraba la historia de la matemática Ada Lovelace (1815-1852), autora del primer algoritmo procesado por una máquina. En plena era informática sabemos que el algoritmo es una serie de pasos para lograr un resultado previsible.
La necesidad de tener una visión que abarque todo, absolutamente todo, está mucho más cerca de la religión o de las creencias que de la ciencia y, describir la totalidad del mundo no deja de ser un gran mito. El mundo analógico que conocimos y con el que estamos familiarizados, se halla amenazado por el mundo virtual, en gran medida gracias al coronavirus que nos obliga al distanciamiento físico, la suspensión de actividades presenciales como el trabajo, la educación, las diferentes expresiones del arte y la cultura, situación que perturba o inquieta.
En los días que corren aparecen nuevos paradigmas de lo correcto y lo incorrecto, que provocan una subversión en el orden de lo que antes estaba prohibido y ahora permitido, y viceversa. Esto se acompaña de una naturalización de ciertas conductas. Los hechos se van sucediendo y, a veces sin tomar conciencia, vamos cambiando la percepción de ciertos problemas.
Hoy nos dicen que la cultura está en la nube, esa metáfora que designa la red mundial de servidores remotos que funciona como un ecosistema único, asociada a una red de redes llamada Internet. En los años noventa por medio de Internet comenzó a cambiar la vida de las personas que podían conectarse y, algunos llegaron a pensar que ya nada podía esperarse de lo viejo, que no tenía sentido continuar anclado en la historia.
La pandemia ha logrado cambiar la forma de interactuar, así es como al permanecer más tiempo en el hogar se apela más al entretenimiento, como nos lo sugiere el algoritmo de Netflix (un amigo lo llama el algoritmo obtuso), se imponen los videojuegos, los jóvenes usan Fortnite, Minecraft, Mural, los cursos de Google, entre otras posibilidades de las pantallas.
También en estos meses advertimos que todo se está rediseñando y una de las funciones de la crítica cultural es narrar lo que está sucediendo. En efecto, las actividades comienzan a repensarse, en especial la manera de hacer negocios, pero como alguien dijo, la nube es el medio, no es el fin…
La Inteligencia Artificial, la realidad aumentada, el Big Data, la tecnología wearable, la robótica, en fin la cibermedicina, surgen como la cara de un próximo futuro, inexorable, que avanza velozmente, pero su cara oculta es la consideración ética de las acciones.
Los algoritmos se han metido en nuestros hogares y hasta en nuestras vidas íntimas. Y un algoritmo en sí no es ético ni antiético, pues, en todo caso dependerá de la ética que tenga quien los programe. En efecto, los algoritmos a partir de los datos reflejan siempre las decisiones de diseño de los que los han desarrollado, por eso los intereses de quienes los diseñan, configuran y rentabilizan están presentes en estos programas.
En el panorama actual de incertidumbre y complejidad resulta fundamental compartir ideas, experiencias e integrar visiones. Frente a la necesidad de adaptarse a esta nueva realidad no podemos prescindir de la innovación para crecer. Pienso que debemos integrar lo virtual con lo físico, presencial o real, pues no tiene sentido levantar más muros o fronteras culturales de las que ya tenemos. Necesitamos manejar ambos mundos, no hay que temerle a la hibridez cuando es fecunda. Lo lógico sería combinar lo mejor de ambos mundos en una suerte de integración.
Hay quienes se empeñan en que la realidad se adapte a sus teorías como sucede con los políticos, pero es al revés. A menudo nos fijamos metas que terminan en la frustración, eso también le sucede a los organismos internacionales que anuncian determinados resultados con un alto contenido moral o de progreso para tal año y llegada esa fecha comprobamos el fracaso, ya que el anuncio era más un deseo que otra cosa.
Las empresas tecnológicas en la búsqueda de lucro pretenden obtener el mayor provecho económico de sus usuarios, no son fundaciones filantrópicas, y no podemos caer en la inocencia de creer en la neutralidad de los algoritmos surgidos del Big Data. El peligro reside en que la aplicación de los algoritmos puede diseminar aquellos prejuicios presentes en nuestra cultura y dar lugar a marginaciones sociales, ya sea a través de la misoginia, el machismo, las preferencias políticas, sexuales o religiosas, o el racismo. Estos prejuicios y sesgos trasladados a las interfaces de programas o aplicaciones tienen la intención de perpetuarse.
McLuhan decía que el «medio es el mensaje». Y hoy el mensaje de los algoritmos se transmite a través del medio en el que actúan, y se materializa en la forma que la sociedad lo manifieste. Muchos pretenden modelar la sociedad futura a través de estas aplicaciones y, esto va más allá del aspecto técnico e involucra tanto a la política como a la estética, pero sobre todo constituye una responsabilidad ética para con la humanidad.
- Roberto Miguel Cataldi Amatriain es médico de profesión y ensayista cultivador de humanidades, para cuyo desarrollo creó junto a su familia la Fundación Internacional Cataldi Amatriain (FICA)