Algunos sitúan sus orígenes en las Saturnalia (Saturnales), unas grandes fiestas carnavalescas romanas que se celebraban en los templos dedicados a Saturno. Había comilonas públicas multitudinarias y ruptura de las fronteras sociales. Dicen que durante un día los esclavos eran servidos por sus señores. Puede ser, quién sabe.
Algunos autores afirman que el papado de Roma hizo coincidir después esa tradición con la fecha (supuesta, aproximada) del nacimiento de Jesús de Nazaret para terminar con las Saturnalia.
Pero esas fiestas saturnales tuvieron arraigo suficiente como para revivir como festividad salvaje celebrada (más o menos) en las mismas fechas, hacia el 25, 26, 27 y 28 de diciembre, a veces entre finales de diciembre y el 6 de enero, día de los Reyes Magos: se llamó la Fiesta de los Locos, también de los Inocentes. Otros la llamaron Fiesta del Asno.
Tenía que ver en su origen con celebraciones campesinas que derivaron en parodias colectivas y excesos (aparentemente) espontáneos de representación teatral.
Esas festividades no eran posibles sin la implicación de los clérigos, incluso sin su participación efectiva para amparar los desmadres de las distintas corporaciones, sobre todo las de los estudiantes medievales y gentes de oficios vinculados al mundo de la justicia de la época, a quienes en ese contexto se consideraba clérigos de abajo (en la escala social establecida).
La Fiesta de los Locos destacó en Francia, especialmente en París a la hora de promover aquellos festejos burlescos, que se extendieron a otros puntos de Francia. Incluso más allá, hacia otros lugares de Europa.
Las guildas de los estudiantes y los gremios de la Basoche nombraban un rey (roi de la Basoche, de los procuradores o abogados). Y cuando el monarca y las autoridades prohibieron utilizar ese título, esos gremios utilizaron otros como Obispo o Papa de los locos. A mediados del siglo XVI, prohibió aquel tipo de espectáculos festivos.
Pero la tradición se mantuvo en la memoria de muchos y diversas asociaciones estudiantiles han recuperado en épocas sucesivas el título de Roi de la Basoche. Incluso para intentar que los invitaran a ceremonias de coronación de distintas realezas europeas.
Rey de los Locos del siglo XX
En 1977, a la consagración imperial del dictador africano Jean-Bédel Bokassa, quien se hizo proclamar emperador en una histriónica ceremonia en la que copió rituales napoleónicos. Esa farsa tiránica duró varios años en la actual República Centroafricana. Bokassa cayó después y fue acusado de mútliples asesinatos, enriquecimiento ilícito, traición y canibalismo. Sobrevivió tras un período de encarcelamiento y murió en su lugar de origen.
Por absurdo que parezca, y como rey de la Basoche, el estudiante Didier Pigneau, asistió como invitado especial a la desquiciada coronación del criminal Bokasas, quien de verdad practicó el canibalismo con opositores y altos funcionarios de su régimen caídos en desgracia.
Durante las fiestas de la coronación del emperador Bokassa, Pigneau pasó varios días en la capital Bangui, con residencia de lujo, escolta, etcétera. Fue interrogado a su regreso por los servicios secretos franceses y contó su aventura en un libro.
Hay que recordar de paso que Bokassa tuvo una buena relación con el presidente (1974-1981) Valery Giscard d’Estaing a quien regaló varios diamantes. Pero cuando el semanal satírico Le Canard Enchaîné lo reveló, Giscard d’Estaing perdió la presidencia en las elecciones en las que tuvo enfrente a François Mitterrand.
Victor Hugo dejó tras de sí referencias a la Fiesta de los Locos en una de sus obras mayores, Notre-Dame de Paris, (Nuestra Señora de París), donde aparecen los personajes Quasimodo, Esmeralda, etcétera.
En su Guía Secreta de París, publicada en 1979, el escritor y periodista gallego Ramón Chao, traduce así un texto de la obra Guide du Paris Mystérieux de François Carradec y Jean-Robert Masson (editorial Tchou, 1966):
–Era una de las fiestas más extrañas que se puedan imaginar. En efecto, la organizaban los curas y el rey la honraba con su presencia. Se celebraba (y aquí los historiadores no lo precisan) en Navidad o Semana Santa. Participaban en ella los diáconos, subdiáconos, los monaguillos y sacerdotes. Empezaba con una procesión de penitentes, en la que mujeres y hombres vestidos con una simple camisa, y los más fanáticos desnudos, recorrían la ciudad en medio de una gran multitud de curiosos.
Unos iban aplastados bajo bultos pesados y voluminosos, otros se golpeaban duramente con cilicios y látigos, y otros se atravesaban las carnes con punzones, marcando el camino con la sangre, mientras que los devotos de la categoría de ‘espectadores’ aplaudían con entusiasmo cuando veían estas torturas.
Después de la procesión se celebraba en la catedral la elección de un ‘obispo’, ‘arzobispo’ o ‘papa de los locos’. Inmediatamente después de ser elegido, el nuevo prelado se dirigía hacia el coro, seguido por todos los clérigos, y bendecía a la asistencia con gestos obscenos y sacrílegos.
El día de la ceremonia el prelado se instalaba en el sillón honorífico y los sacerdotes, disfrazados de mujeres, embadurnados de negro y disfrazados con máscaras horribles, cantaban una Misa Solemne.
Mientras duraba la ceremonia, los asistentes ejecutaban danzas más o menos lúbricas, y al lado del altar comían sopa o morcilla. No se quemaba incienso ese día, sino estiércol, y se hacía respirar el olor al obispo. El vino corría a espuertas, y se terminaba en grandes orgías o incluso en peleas mortales que hacían correr la sangre por los suelos.
Al término de la misa, los sacerdotes se esparcían por la ciudad, disfrazados con esos vestidos burlescos y subidos en barricas desde las que insultaban a la muchedumbre. De vez en cuando se detenían y entraban en las tabernas o en las casas de las prostitutas.
Estas extrañas actividades duraban cuatro días, y al cabo de ellos se representaban una comedia al aire libre sobre un teatro montado con este fin. Algunos actores disfrazados de monjas huían ‘despavoridas’, ante el acecho de otros monjes que los perseguían con deseos lúbricos, todo ello ante la presencia de un público sobreexcitado.
¡Ay! Al día siguiente se terminaba la comedia: los ‘locos’ se reintegraban en el orden soberano, y el menor gesto sacrílego merecía la habitual tarifa: una mano cortada, una lengua clavada y cenizas dispersadas al aire de una locura menos divertida y más real.
Desde luego, y desde todos los puntos de vista, la catedral de Notre-Dame es mucho más que sus representaciones digitales o cinematográficas, al estilo del filme de Walt Disney The hunchback of Notre-Dame (El jorobado de Notre Dame), esa película de 1996 en la que la verdadera obra de Victor Hugo quedó disuelta como un azucarillo en una taza de café ligero.
A la hora de concluir la feliz restauración de la catedral Notre-Dame de París, no cabe sino alegrarse. Pero sería injusto quedarse en las retransmisiones televisivas organizadas bajo el paraguas del arzobispo Monseñor Laurent Ulrich y entre los estrechos cálculos políticos de Emmanuel Macron, presidente merecidamente impopular.
Porque si nos quedáramos ahí, en Walt Disney, en Emmanuel Macron y en su invitado estrella Donald Trump, podemos perder la perspectiva y volvernos más locos que los locos de la Fiesta de los Locos.