La fotografía de Alejandro dio la vuelta al mundo.
Tomada por la reportera Jennifer Whitney en una zona fronteriza de Texas y publicada en el New York Times, en ella se ve al pequeño de ocho años que acaba de llegar a la frontera entre México y EE UU en el momento en que un agente de la patrulla de la frontera verifica el único documento que trae: su certificado de nacimiento.
Alejandro, como miles de otros menores centroamericanos, ha emigrado solo y después de pasarse tres semanas viajando desde Honduras, su país natal, acaba de llegar a su meta: los Estados Unidos. Su imagen, que luego se volvió viral en Internet, documenta el drama incesante de la emigración infantil hacia EEUU.
Siempre hubo niños emigrantes que dejaban a sus familias detrás para buscar un futuro mejor. Durante los siglos XIX y XX muchos galleguitos de 13 años arribaban al puerto de Buenos Aires para “hacerse las Américas”, apretando un atado de ropas entre las manos y con una mirada desolada en los ojos. Pero eran casos puntuales. Jamás se habían visto tantas oleadas de un éxodo infantil masivo como las que se están produciendo desde hace tres años de Honduras, El Salvador y Guatemala hacia Estados Unidos.
En estos momentos hay casi 50.000 menores en los centros de detención estadounidenses, diseñados para atender a 8000. A diferencia de los niños indocumentados solos de origen mexicano, Estados Unidos no puede devolverlos de inmediato, por lo que tienen que ser tomados bajo custodia de las autoridades federales. Son verdaderas “patatas calientes” que queman en las manos de los países de acogida, de tránsito y de origen, patatas que nadie quiere recoger y que están causando, en palabras del propio presidente Barack Obama, una crisis humanitaria incalculable.
Llegan en camiones, haciendo autoestop en la carretera, en tren o a pie. Para cruzar México hasta EEUU se suben a los techos de un tren de mercancías apodado “La Bestia” por sus innumerables accidentes mortales. Comen lo que les dan o lo que encuentran o lo que roban, beben el agua de los bebederos de las vacas y duermen envueltos en sus harapos al raso, bajo un árbol.
Muchos son captados por mafiosos, los “Coyotes”, que prometen llevarlos al otro lado y que, muchas veces, después de haberles quitado todo su dinero, los esclavizan, los violan, los matan o los venden a proxenetas para su comercio sexual, lo que se acentúa en el caso de las niñas. Son numerosos los testimonios que afirman haberlos visto vagando desorientados por el desierto después de haber sido violados, atormentados por la asfixia y la sed.
¿Qué los lleva a afrontar tantos riesgos? La violencia y la miseria. Casi 13 millones de menores centroamericanos viven inmersos en la pobreza extrema, condenados por un modelo económico inhumano. En esas condiciones, la vida familiar se desintegra. Los padres (a veces los dos) emigran para enviar dinero a sus familias. Los niños, mal protegidos por sus abuelos, caen en las garras de las maras, terroríficas pandillas que los utilizan para sus fines delictivos. Esas mismas maras suelen condenarlos a muerte cuando las han desobedecido. O, como a Ángel, un salvadoreño que consiguió huir y refugiarse en EEUU, les ordenan matar a otro, en este caso a su hermano pequeño.
El miedo a esas condenas, el deseo de reunirse con sus padres en el paraíso del norte, el anhelo de aventura y una infantil subestimación de los peligros se conjuntan para impulsarlos a un viaje casi suicida para hacer realidad el Sueño Americano.
Cuando se les pregunta por qué se han atrevido a emigrar solos dan respuestas candorosas y estremecedoras: “Si no encuentro a mi papá, tal vez alguna señora norteamericana me adopte y me envíe a la escuela”, “Quiero trabajar para pagarle las medicinas a mi mamá”, “Cuando sea rico mandaré a buscar a mi abuelita”, “No quiero regresar a Honduras, allá matan gente y no se puede jugar”…
Elizabeth Kennedy, profesora de la Universidad Estatal de San Diego y de la Universidad de California, afirma que el miedo y las amenazas de muerte son las principales causas de la emigración infantil hacia Estados Unidos en el último tiempo: “Hice más de 400 entrevistas a niños refugiados y el 60 % me dijo que huían del crimen, las maras y la violencia. Más del 90 % tienen familiares en Estados Unidos”.
Buscando el camino a casa (Which Way Home), el documental de Rebecca Cammisa, ‘Sister Helen’, que expone el tremendo periplo, ha recibido por este motivo numerosos premios internacionales y fue nominado en 2010 al mejor documental por la Academia de Hollywood.
¿Cómo poner fin a este terrible drama? Por ahora no hay soluciones mágicas. Las autoridades estadounidenses están abocadas a evitar que más menores entren en el país de manera inmediata. Los congresistas, a su vez, debaten dos probables soluciones: enviar más dinero a los países de origen o reforzar las fronteras.
Mientras tanto, cada día continúan llegando pequeños féretros blancos de regreso a sus hogares centroamericanos. Es la desoladora vuelta a casa de las víctimas de accidentes de tren, de la extrema deshidratación del desierto, del hambre o del depravado abuso sexual.
O, como Nohemí Álvarez, una ecuatoriana de 12 años, por haberse suicidado en un albergue de Ciudad Juárez después de que la hubieran liberado de un traficante de personas…
Todos sabemos que no se le pueden poner puertas al hambre y a la desesperación.
Así que es preciso que los países ricos reflexionen urgentemente sobre las consecuencias que habrá para ellos si seguimos dentro de este sistema económico global rapaz y caníbal, en un planeta cada día más pequeño.