El 18 de febrero se conmemora el día del Síndrome de Asperger. Normalizar este trastorno es una de las grandes apuestas que tiene la comunidad médica, dado que en la actualidad está incluido en el DSM-V como un trastorno generalizado del desarrollo, antes, llamado trastorno del espectro autista (TEA).
El manual de enfermedades psiquiátricas (DSM, por sus siglas en inglés), incluye las categorías y clasificaciones de las mismas, y ésta, en concreto, está recogida tanto en el V como en la CIE-11, bajo el acrónimo TEA dentro del área de los trastornos del neurodesarrollo. En cierto sentido, esta forma de diferenciarlo supone que se reconoce explícitamente la variabilidad de las personas que pueden presentar el mismo síndrome en cuanto a sus habilidades lingüísticas e intelectuales.
Por ello y por tanto, entenderíamos que las personas con Asperger, pueden tener un trastorno del espectro autista pero no una discapacidad intelectual entendida como tal si bien es cierto, que está acompañada de dificultades en ciertos aspectos del lenguaje.
Las personas aquejadas de dicho síndrome, tienen una característica común en el área de la comunicación social, si bien, su manejo de los verbos es correcto y la relación con la comprensión e interpretación de los significados, puede estar alterada. Por otro lado, algunas personas tienen dificultades respecto a sus relaciones interpersonales, de resolución de conflictos estereotipados, etc.
Tal y como refleja Lorna Wing en un estudio publicado por Cambrigde University Press, acerca del autismo, se conceptualizó el síndrome de Asperger en 1981 como un espectro, una cuestión que ayudó a las familias a encontrar un verdadero diagnóstico, no siempre fácil de encontrar y una adecuada evaluación para el ámbito clínico. El diagnóstico de TEA plantea imprecisiones terminológicas que dificultan la comprensión patológica y la atención socio-educativa de las personas con síndrome Asperger (SA), debido a su ambigüedad, poca precisión terminológica y diagnóstica, aspectos que se unen a los argumentos que esgrimen los profesionales que abogan por la supresión de toda etiqueta diagnóstica.
En los últimos años han surgido diferentes grupos formados por personas diagnosticadas con SA que prefieren utilizar el concepto “aspie” para autodenominarse y definirse como colectivo (Carmack, 2014), abogando por la neurodiversidad. Esta denominación les permite diferenciarse de las personas llamadas “neurotípicas” y de otras diagnosticadas con autismo o autismo de alto funcionamiento, pues entienden que son diferentes (Ghaziuddin, 2008), y sus necesidades sociales, psicológicas y educativas e identitarias también lo son (González Alba, 2018; González Alba, Cortés González y Rivas Flores) tal y como se describe desde hace cuatro años.
La neurodiversidad en ese sentido y ser considerados diferentes pero no en términos de discapacidad, ha permitido no estigmatizar a los pacientes y considerar, gracias a personas públicas como Greta Thurberg o Sheldon Cupper que tener un Asperger no es sinónimo de poder continuar con cierta normalidad.
Muchas veces el poco sentido de la comunidad educativa que los arrincona, la falta de ayudas para las familias y el retraso diagnóstico, puede llevar consigo al fracaso escolar, que obedece normalmente a conductas asociadas a alguien que es asocial, distinto y que no se integra en el grupo.
Asperger fue un médico austriaco quien en 1944 describió por primera vez las características de estos pacientes incomprendidos, si bien, lo llamó, psicopatía autística. Tras él, varios autores y tras varios DSMs la nomenclatura se modificó y se asoció desde a la esquizofrenia infantil hasta las psicosis infantil.