Boulanger ha reencarnado en Catalunya en la figura de Carles Puigdemont
Félix Muriel Rodríguez
La derrota sin paliativos del ejército francés en la guerra franco-prusiana de 1870/71 trajo consecuencias importantes para ambos países y, colateralmente, para España. El triunfo prusiano desencadenó la fase final del proceso de unificación alemana bajo el reinado de Guillermo I de Prusia, al incorporarse al proyecto tanto la Confederación de Alemania del Norte, de la que ya formaba parte Prusia, como los estados de Baden, Wurtemberg y Baviera, que habían apoyado la acción bélica. Para Francia marcó la caída de Napoleón III, y de paso del sistema monárquico, y su sustitución por la Tercera República; pero también la pérdida de los territorios de Alsacia y Lorena que se anexaron a Prusia (y que no recuperaría hasta el fin de la Primera Guerra Mundial en virtud del Tratado de Versalles).
Para España, que curiosamente había estado en el origen del desencadenamiento de la guerra, también tuvo derivaciones. Desde la revolución septembrina de 1868 y la abdicación de Isabel II, el reino de España estaba a la búsqueda de un nuevo rey. El parlamento español, ofreció la corona al primo del rey Guillermo I de Prusia, el príncipe Leopoldo de Hohenzollern-Sigmaringen (el famoso “Olé-Olé Si-me-eligen” de las canciones y chistes populares, ante la dificultad que suponía la pronunciación del apellido del pretendiente). Este hecho disgustó a la Francia Imperial que temía verse envuelta por la pinza de la dinastía Hohenzollern en España y en Prusia. El emperador francés Napoleón III presionó a Guillermo para impedir que el pariente del rey prusiano aceptase la corona española, como así sucedió.
Pero más allá del relato evenemencial, significó, sobre todo, dos cosas: el arranque de la moderna enemistad franco-alemana y el surgimiento de los nacionalismos fuertes y del populismo, tanto alemán como francés, que marcarán la Europa contemporánea.
La enemistad franco-alemana, de manera más o menos difusa, ha sido una constante de la relación histórica entre los dos países vecinos. Ya lo apuntó con ironía Federico Engels en la Introducción de 1891 a “La guerra civil en Francia” de Carlos Marx: “el Segundo Imperio era la apelación al chovinismo francés, la reivindicación de las fronteras del Primer Imperio, perdidas en 1814 (…). Esto implicaba la necesidad de guerras accidentales y de ensanchar fronteras. Pero no había zona de expansión que tanto deslumbrase a la fantasía de los chovinistas franceses como las tierras alemanas de la orilla izquierda del Rin. Para ellos, una milla cuadrada en el Rin valía más que diez en los Alpes o en cualquier otro sitio”. Pero lo que es nuevo es la forma de manifestarse y el objeto de la pugna, la hegemonía de Europa. De tal manera que esa lucha por la hegemonía en el espacio europeo ha marcado la historia misma del continente, no alcanzando sosiego hasta después de la Segunda Guerra Mundial, en que el enfrentamiento se tornó en cooperación en el alumbramiento de la Europa Unida.
No ha sido fácil, porque Francia salió de la contienda de 1870 con gran resentimiento y humillación no solo por la pérdida de territorio y la imposición de una fuerte indemnización sino por el convencimiento de que su derrota se había debido en última instancia a la superioridad técnica del armamento bélico alemán. Francia quedó sumida en una de esas graves crisis de identidad que sufren las naciones de tiempo en tiempo, agudizada si cabe por la coincidencia de factores como la caída del II Imperio, la quiebra de sus instituciones, la creación de una débil república conservadora, en medio de una importante crisis económica y social que terminaría provocando la revuelta popular y la formación de la Comuna de Paris, un hito en el movimiento revolucionario.
Todo parecía propicio para el cultivo de un nacionalismo francés basado en la revancha frente a Alemania. Y no fue extraño que, en ese contexto, surgiera un personaje que encarnara a las mil maravillas ese chovinismo nacionalista: El general George Boulanger. Héroe en la guerra prusiana, herido, resistiendo el embate del ejército alemán en Champigny; curtido en las colonias (Túnez, Cochinchina…); aupado a ministro de la Guerra con la ayuda de Clemenceau en el gabinete de Freycinet; apadrinado por el duque de Aumale (heredero de los Orleans) para alcanzar el generalato; cortejado por los pretendientes de las distintas dinastías en liza, borbonistas, orleanistas y bonapartistas; a un tiempo represor de la Comuna de Paris pero aglutinador de las simpatías del pueblo; reorganizador del Ejército… finalmente expulsado del servicio militar; duelista consumado (incluso contra el primer ministro Floquet como consecuencia de un debate parlamentario subido de tono, del que salió con una grave herida en el cuello, que sin embargo acrecentó aun más su popularidad)…
La figura y la leyenda del general Boulanger fue “construida” more moderno, a la manera como en la actualidad se crean los mitos políticos populares. Dirigido, apoyado y mantenido entre bambalinas por poderosas fuerzas sociales y personajes destacados, que sin embargo, salvo en raras ocasiones, no aparecieron nunca a luz pública, su promoción fue un ejercicio de marketing político: miles de fotografías se repartieron a lo largo y ancho del territorio francés con la imagen del general montado sobre brioso corcel negro aterciopelado en actitud galopante; postales, posters, folletos y libros gloriando sus heroicidades y cualidades en un indisimulado culto a la personalidad, canciones (alguna de ellas tan famosa como “En revenant de la revue”, que se cantaba en los lugares públicos parisinos y después de los espectáculos en lugar de “La Marsellesa”, y que terminaban con indisimulados vivas al general), defendido por medios afines creados ad hoc para su encumbramiento personal, respaldado por manifestaciones multitudinarias y entusiastas adhesiones que acompañaban sus actividades políticas (como la que le despidió en la estación de Lyon cuando fue destinado a Clermont-Ferrant o la que saludó su triple elección al parlamento, por Nord, Somme y Charente Inferior), a raíz de las que el Comité de la Protesta Nacional y la Liga de los Patriotas impulsaban las propuestas y la presencia del general en la vida política francesa…
Pero como tantas veces ocurre con estos líderes de marketing, el general no respondió. Cuando en abril de 1887, la detención por las autoridades alemanas del funcionario aduanero Schnaebelè, supuestamente implicado en un asunto de espionaje en la frontera franco-prusiana, estuvo a punto de declarar de nuevo las hostilidades entre las dos potencias, el general no dudó en presentarse en el lugar de los hechos para apoyar al detenido. La leyenda napoleónica fuertemente arraigada todavía en la Francia rural floreció de nuevo en la figura de este bizarro general que representaba aparentemente el poderío militar francés humillado tras la derrota de Sedán. Las muestras de apoyo se multiplicaron hasta el límite de que en la revista de las tropas con ocasión del 14 de julio los gritos casi unánime pedían la dimisión del gobierno y vitoreaban a Boulanger. El Gobierno decide, ante la creciente popularidad y el peligro que encarnaba su actividad política, destinarlo a Clermont-Ferrant, circunstancia que fue interpretada por su partidarios como un destierro. Fue despedido multitudinariamente en la estación. Desde su retiro se desplazó en varias ocasiones a Paris a complotar con sus apoyos. Lo hizo, ocultando su figura y su persona –que justamente eran sus valores más apreciados- bajo audaces disfraces rayanos en el ridículo. Todos esperaban que apareciera montando su caballo negro al frente de las tropas, para rendirse sin reservas al “Genèral de la Revanche”, el único capaz de devolver a Francia el orgullo perdido y pacificar el país. No lo hizo. Prefirió el disimulo. Fue su primer gran error. Y la primera gran frustración de sus seguidores.
De nuevo, en 1888, cuando después de salir elegido por tres distritos simultáneamente, sus partidarios creyeron llegado el momento de dar el salto y presentaron un proyecto de modificación constitucional hecho a la medida de su cesarismo nacionalpopulista, el general se lo piensa, se muestra dubitativo y cauteloso. Y, ante la reacción de Gobierno Constans de registrar las sedes del partido boulangerista e instar del Procurador General de la República su detención y procesamiento (actuación que contó con la oposición del entonces procurador Bouchez, quien dimitió forzando su sustitución por un nuevo fiscal, Quesnay de Beaurepaire), nuestro héroe decidió exilarse a Bruselas en compañía de su amante Marguerite Crouzet.
Nuevamente el general Boulanger no estuvo a la altura de las circunstancias, aunque todo había sido cuidadosamente preparado para dar el golpe de estado a la república. Su espantada bruselense vino a demostrar que se trataba de un héroe con mandíbula de cristal, que no estaba hecho de la pasta de los grandes caudillos, frustrando las esperanzas de sus apoyos y sobre todo la desilusión y el desencanto de los millones de franceses que veían en el general Boulanger la salvación de la patria. Hoy, Boulanger y el boulangerismo no son más que una nota a pie de página de la historia, sin más valor que el didáctico y pedagógico.
Y ahora, Boulanger ha reencarnado en Catalunya en la figura de Carles Puigdemont. Marx empieza su librito “El dieciocho brumario de Luis Napoleón Bonaparte” con una afirmación contundente: “Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal se producen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y otra vez como farsa”. No sé si la historia se repite o no. O, como se dice que dijo el agudo escritor norteamericano Mark Twain, “la historia no se repite, pero rima” (“history does not repeat itself, but it does rhyme”), que en definitiva es lo mismo pero con poética expresión. Lo cierto es que los paralelismos, las similitudes abonan la comparación, salvando todas las distancias.
Carles Puigdemont, quien figuraba como número tres de la lista de Junts pel Si, por Girona en las elecciones autonómicas de 2015, fue investido inopinadamente e in extremis presidente de la Generalitat de Cataluña a principios de enero de 2016, cuando la CUP puso como condición la retirada de Artur Mas para apoyar la formación de un Govern con el único mandato de proclamar la independencia en el plazo de dieciocho meses. La gestación de ese gobierno de Junts pel Si fue larga y laboriosa porque no tenían mayoría absoluta si no era con el concurso de la fuerza trotskista (para algunos, como Gabriel Tortella, herederos del carlismo catalán) y antisistema de la CUP. Desde ese punto y hora la actividad del Govern y del Parlament se circunscribió al cumplimiento de la hoja de ruta del independentismo, cuyo objetivo final no era otro que la secesión de Cataluña.
Hoja de ruta, que, ante la imposibilidad constitucional de plantear la secesión de la región catalana del resto de España, suponía la adopción de una serie de medidas conducentes a la ruptura flagrante con el ordenamiento jurídico vigente. Así se llegó a los días 6 y 7 de setiembre de 2017 con la aprobación de la ley de referéndum y la ley de transitoriedad y fundacional de la república catalana independiente y al cierre del Parlament, al mismo tiempo que se convocaba la celebración del referéndum de autodeterminación para el día primero de octubre. El 27 de octubre, después de que el Parlament, a iniciativa de las bancadas que sostenían el Govern, aprobara la Declaración Unilateral de Independencia (DUI) al amparo de los supuestos resultado del referéndum del día 1-O, pero en contra de lo dispuesto en la Constitución y contra los mandatos expresos del Tribunal constitucional, el Senado sancionó las medidas propuestas por el gobierno de Madrid en aplicación del artículo 155; entre otras, la destitución de Carles Puigdemont y de su Govern y de la Presidenta del Parlament y del resto de diputados de la Mesa. Así como la disolución de la Cámara y la convocatoria de elecciones autonómicas para el 21 de Diciembre.
Pero más relevante que la facticidad relatada, es resaltar que esa hoja de ruta ha ido acompañada por una impresionante, extensa, planificada y contundente movilización de la sociedad catalana que no ha desaprovechado cuantas posibilidades le ofrecía el marco democrático y constitucional español para el logro de los objetivos independentistas, no parando mientes ni en la utilización de las escuelas y el sistema educativo ni en la de los medios audiovisuales públicos o de los instrumentos e instituciones de la propia autonomía nide los cuantiosos fondos públicos con los que han regado el activismo de asociaciones de la parte de la sociedad civil catalana proclive al separatismo como Ómnium y la ANC, para armar un relato creíble sobre la posibilidad de la independencia de Catalunya.
La maraña narrativa del discurso se ha basado en una serie de falsas verdades que han terminado por calar hondo en buena parte de la población catalana. Los lemas astutamente difundidos de que “Espanya ens roba”, “Europa está esperando con los brazos abiertos a la Catalunya independiente”, “Las balanzas fiscales arrojan un déficit de más de 16 000 M€ a favor de Catalunya”, “separados de España la economía nos irá mejor sin su lastre”, “seremos la Dinamarca del Mediterráneo”…. Y otras lindezas por el estilo, como la invención de la historia misma de la comunidad y de España al gusto independentista.
Todos esos factores han ido creando, tanto en el líder como en sus seguidores, el sueño o ilusión de que la anhelada independencia estaba al alcance de la mano y de la voluntad de los impulsores del llamado procès y, muy especialmente, de su líder Puigdemont, a quien las circunstancias habrían llamado a desempeñar el papel de moderno Moisés que conduciría a su pueblo (previamente “construido” y constituido en un “sol poble”) a cruzar el mar Rojo de la Historia, que se abriría obediente y amable a su paso para cicatrizarse después como nueva frontera que los separaría de España (el reencarnado Egipto de todos los males de la oprimida nación catalana). Tras la arribada a la tierra prometida se haría realidad la arcadia feliz de la república independiente catalana donde se resolverían todos los traumas históricos y los males de la sociedad eterna de Cataluña. Pura quimera o ensoñación colectiva del nacionalpopulismo que, parafraseando a Walter Benjamin, solo se desvanecerá con el aterrizaje en el mundo de la realidad.
El aterrizaje, violento, se produjo la madrugada del día 29 de octubre cuando, con nocturnidad y de manera alevosa, Puigdemont y una parte de sus consellers emprendieron la huida a Bruselas, dejando en la frustración y desconcierto a más de la mitad de su Govern y, lo que es más notorio, a los tan cacareados más de dos millones de independentistas a los que había prometido el asalto a los cielos y les había hecho creer con su ensoñación personal que era factible lo que era imposible. Esos férvidos partidarios casi no podían reconocer al Honorable President de antaño en la imagen del huido a Flandes, incapaz de asumir la responsabilidades con “su” pueblo ni con la justicia, a la que demandó garantías de un juicio imparcial para volver a España (¿su impunidad?), afirmando, en caso contrario, su intención de quedarse en Bruselas y mantener su actividad política desde allí (una “estructura permanente” de Govern republicano, pero a un tiempo haciendo campaña en las elecciones convocadas por el represor y poco democrático Estado español y anunciando su candidatura a las mismas) y llamando desesperadamente a las puertas, herméticas para él hasta ahora, de las instituciones europeas mientras se refugiaba en los brazos del partido Nieuw-Vlaamse Alliantie (N-VA), partido nacionalista flamenco de derechas (que gobierna en Flandes y en Bélgica formando parte de la coalición gubernamental, con dos ministros próximos a la extrema derecha: el viceprimer ministro y ministro del Interior, Jan Jambon, y el secretario de estado para la Migración, Théo Francken) y del neonazi Vlaams Belang, Interés Flamenco, (un partido de extrema derecha, xenófobo y racista, conocido por su propaganda antiinmigración y sus soflamas islamófobas), haciéndose representar jurídicamente por un antiguo abogado defensor de etarras…
En definitiva, un líder de mandíbula de cristal para una independencia de performance que, como se ha demostrado después, por las declaraciones ante el juez de la “activista” Carme (Agustina) Forcadell, era “meramente simbólica “y no tenía eficacia política ni jurídica alguna”… La repetición de la historia como farsa…
El jueves 26 y viernes 27 de octubre, Puigdemont tuvo en sus manos el trilema de su vida, que en realidad era el trilema de sus propios seguidores soberanistas y de Cataluña:
Primera opción: convocar elecciones en el marco de la autonomía (el vigente Estatuto, que ellos mismo habían “derogado” ilegal e ilegítimamente en las famosas sesiones del 6 y 7 de septiembre) y con la ley electoral vigente (la ley general electoral española, al carecer de normativa propia la Comunidad catalana), con lo que evitaba la aplicación del 155 y no perdía el control de las instituciones autonómicas. Es decir, apoyar la Constitución y acabar con la crisis catalana. Pero, a cambio, tenía que explicar a sus seguidores cómo y por qué se había caído del caballo paulino y no seguía por el camino de la independencia.
Segunda opción: declarar la independencia y la República de Catalunya (la D.U.I.). Es decir, ser “un buen nacionalista catalán”. Pero eso desencadenaba la aplicación del artículo 155 y se exponía a ser detenido y pasar a la historia como mártir.
Tercera opción: Huir. Es decir, intentar salvar su propio pellejo. Pero eso implicaba marcharse a lo Gassman de “Il sorpasso” a territorio más seguro, quedando como un botifler de la causa independentista.
Parafraseando el famoso trilema del filosofo esloveno Slavoj Zizek referido a las dudas de los eslovenos frente al sistema yugoslavo, Puigdemont estaba ante un tremendo trilema, el TRILEMA PUIGDEMONT: o apoyar la Constitución y no ir a la cárcel, o ser honesto con la causa nacionalista que él había liderado e ir a la cárcel o ser un traidor: si no huye y apoya la Constitución, no va a la cárcel pero no puede ser un buen independentista catalán; si es un buen nacionalista catalán, no puede huir pero será un mártir de la causa y terminará en la cárcel, mientras que si no apoya la Constitución y no proclama la independencia, no le queda otra que huir convirtiéndose en un botifler de la causa nacionalista.
“Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen arbitrariamente, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo circunstancias directamente dadas y heredadas del pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”, decía Marx en “El dieciocho brumario de Luis Napoleón Bonaparte”. No cabe duda que el peso de la historia ha debido martillear el cerebro de Puigdemont de forma insistente y contradictoria. Podía haber elegido el modelo Maciá-Companys, que le habría colocado en nivel de los expresidentes históricos de la Generalitat que intentaron con anterioridad la proclamación de la mítica república y pasar a formar parte del imaginario colectivo catalán. O podía haber elegido el modelo Tarradellas, que fue detenido junto con Companys a resultas de la intentona de 1934, pero que aceptó, el 23 de octubre de 1977, el reto de la restauración de la Generalitat, anteponiendo los intereses generales de todos los catalanes por encima de los partidarios. Y que, siendo él republicado, no tuvo inconveniente en recibir de manos del Borbón Juan Carlos I de España, el marquesado de Tarradellas en 1985.
En su lugar, un atrabiliario Puigdemont eligió el modelo Dencàs-Badia, prefirió colocarse al nivel del conseller de Gobernació Josep Dencàs y de los hermanos Badia, los matones que dirigieron las acciones violentas de los escamots y las JEREC -el brazo armado juvenil de la órbita de influencia de ERC durante la República y la guerra civil-, que a los primeros disparos de las tropas del general Batet, aquellos que habían sembrado el terror entre la ciudadanía no tuvieron otra salida que escapar por el alcantarillado de la ciudad hacia el exilio…
Dencàs alcanzó el puerto de Barcelona y se refugió en la Italia fascista de Mussolini, muy de acuerdo con su pasado como fundador de Bandera Negra, del Estat Català y de los Escamots, sabedor del interés del Duce en sumar fuerzas para la causa fascista. Curioso personaje este Dencàs quien, en un libro posterior que escribió sobre su experiencia de octubre de 1934, no tuvo el menor empalago en manifestar que “no hay razón que obligue ni justifique a los jefes responsables de un movimiento revolucionario fracasado a entregarse voluntariamente al enemigo. Esto es tan evidente, y los ejemplos de aquí y de todo el mundo son tan generales, que considero inútil toda justificación”. Huelgan los comentarios y las comparaciones.
Los hermanos Badia, se encaminaron…¡¡¡precisamente a Bruselas !!! Allí encontraron cobijo con los partidos nacionalcatólicos de la derecha belga y francesa, de los nacional-socialistas alemanes e incluso italianos (se sabe del empeño personal que puso el propio Mussolini, con escaso éxito, en sumar Estat Català al movimiento fascista europeo). Curiosas similitudes. O rimas.
No se si la Historia se repite o no; o rima. Pero sí se que tiene un inmenso valor pedagógico. Solo basta con querer aprender. Y saber; cosa que, al parecer, ni es fácil ni está al alcance de cualquiera, desgraciadamente. Por ejemplo, los políticos independentistas catalanes parecen tener un gen refractario a la historia, porque vienen repitiendo, bien sea como tragedia o como farsa, sucesivos intentos de querer convertir en factible lo que se les está revelando como imposible. Pero no todos. Tarradellas solía decir con cierta obsesión, según cuenta el periodista Oneto, que no debería repetirse “nunca más un 6 de octubre”. Tan consciente era del ridículo –y de sus consecuencias- de haber intentado varias veces la separación de Catalunya del Estado español durante la corta vigencia de la II República, que para un hombre curtido en las lides de la política se había constituido en axioma aquello de que “todo es posible en política…, menos el ridículo”. En cualquier circunstancia, pero especialmente en esta ocasión, porque si el llamado procés ha adolecido de algo ha sido, precisamente, de constituir una quimera, una ensoñación, cuando no un disparate del principio al final. Y fue justamente Agustí Calvet, más conocido por “Gaziel”, mítico periodista y director del rotativo barcelonés La Vanguardia, quien, refiriéndose a los intentos semejantes durante el período republicano, dijo que “Las cosas disparatadas suelen acabar mal”.