Dos exposiciones distintas relacionadas con los Borbones se exhiben en el Museo del Prado en este otoño del 156 aniversario de la inauguración de la pinacoteca el 19 de noviembre de 1819. Una dedicada a Carlos de Borbón, VII como Rey de Nápoles y Sicilia y III como Rey de España. La segunda, una auténtica joya, dedicada al arte milanés de la talla de cristal.
La primera es una instalación temporal de obras de la colección del Prado en las salas 37 y 38, habitualmente dedicadas a Goya. Pero con motivo de los préstamos del Prado de retratos pintados por Goya a la magna exposición Retratos de Goya en la National Gallery londinense, que según el Daily Telegraph es la ‘exposición de la década’, el Prado ha hecho una remodelación temporal de espacios, dejando las salas mencionadas para reunir en ellas treinta y tres lienzos de los pintores de Carlos, VII o III y su tiempo.
La sala 37 está dedicada a Carlos de Borbón como rey de Nápoles y Sicilia. Preside La visita de la embajada turca en Nápoles de Giuseppe Bonito, considerada como uno de los eventos más importantes de este reinado. También se exhiben varios retratos del rey y de su mujer, María Amalia de Sajonia, hija del elector Augusto III; retratos de la infanta María Isabel, realizados por artistas de la corte napolitana. También se expone por primera vez el único retrato al óleo que se conserva del Marqués de Esquilache, secretario de Estado del rey en Nápoles, obra de Bonito, adquirido por el Museo en 2014. El ilustrado Carlos fue el gran modernizador del reino de Nápoles como más tarde lo fue de España. Las iniciativas económicas, sociales y culturales emprendidas durante su reinado, tales como la promoción de la minería, las excavaciones en Pompeya y Herculano organizadas por Carlos en persona que le convirtieron en el primer arqueólogo de la Historia, la construcción de un asilo de pobres en Palermo, la visita de la reina al Arco de Trajano en Benevento y la abdicación de Carlos de Borbón en su hijo Fernando en 1759 pueden verse reunidas por primera vez en una sala del Prado.
La muestra de la sala 38 se abre con la partida de los reyes de Nápoles a España en 1759, en un lienzo monumental de Antonio Joli; la sala está presidida por el poderoso retrato oficial de Carlos III, Rey de España, pintado por Antonio Rafael Mengs, primer pintor de cámara. Una estampa de Ignacio Valls documenta la llegada de los reyes a España por Barcelona, en la que puede verse la acogida festiva y entusiasta recibida por los soberanos. En un dibujo de Gianbattista Tiepolo, el rey aparece como Apolo dios del Sol, pintado en clave mitológica, característica del neoclasicismo; también en el cuadro monumental de Corrado Giaquinto como alegoría de Apolo. Pueden verse retratos de seis de los hijos de los reyes pintados en exquisitos pasteles por Lorenzo Tiepolo, el menor de la saga familiar, que permaneció en España hasta su muerte.
Otras dos estampas documentan dos acontecimientos destacados del reinado de Carlos de Borbón en España, la muerte de su esposa y la creación de la orden de caballería que lleva su nombre. Finalmente una serie de pinturas y dibujos de Charles-François Hutin y de los hermanos Lorenzo y Giandomenico Tiepolo y una cajita tipo Bonbonnière de porcelana de Chelsea ilustran las nuevas costumbres y modas en la corte y el interés por la representación del pueblo en sus diversiones y trabajos.
Arte Transparente. La talla del cristal en el Renacimiento milanés.
El Museo del Prado alberga una extraordinaria colección de unos ciento veinte objetos artísticos tallados en piedras duras y en cristal, conocida como El Tesoro del Delfín, curiosamente bastante desconocida para el gran público. Su nombre procede de su original pertenencia al Gran Delfín Luis, hijo de Luis XIV de Francia y padre del rey Felipe V.
El Tesoro llegó a España a la muerte del Delfín en calidad de herencia paterna del primer monarca español de la casa de Borbón en 1711. El conjunto ingresó en el Museo del Prado tras varios avatares en 1839 y cuenta con piezas importantes, especialmente cristales: cuarenta y siete vasos de cuarzo hialino, dos de cuarzo citrino y uno de cuarzo ahumado. Distintos estudios han permitido atribuirlos a importantes talleres y maestros, casi todos milaneses. Catorce espléndidas piezas de la colección de cristal tallado, entre ellas el Vaso de la Montería de Francesco Tortorino, auténtica orfebrería en cristal, pueden verse en esta exposición que seguirá vigente hasta enero de 2016.
La exposición constituye una oportunidad única para contemplar una faceta poco conocida de la historia del arte: la talla del cuarzo hialino o cristal de roca, arte en el que destacó la ciudad de Milán en la segunda mitad del siglo XVI. Por su valor artístico y material, estas obras se destinaron a colecciones que solo los soberanos y miembros de la alta nobleza europea se podían permitir.
En la muestra se exhiben además de catorce piezas espléndidas del Tesoro del Delfín, seis obras espectaculares pertenecientes a dos de las colecciones históricas más ilustres: la de los Médici, conservada en el Museo degli Argenti de Florencia, y la de Luis XIV del Museo del Louvre de París. Estas singulares manifestaciones artísticas fueron consideradas en su época un arte principesco y refinado, un arte transparente de sobrecogedora belleza.
Algunos de los cristales expuestos se inspiraron en dibujos y grabados de hallazgos arqueológicos, interpretados de diversas y a veces caprichosas maneras. Otro motivo recurrente son los animales fantásticos, de los que es buen ejemplo el caquesseitão, supuestamente avistado en Sumatra por los portugueses en el siglo XVI.
La elaboración de los vasos, con métodos guardados en secreto, exigía tiempo, un notable esfuerzo y una excepcional destreza. Cada uno pasaba por diversas fases que obligaban a trabajar en equipo, en un sistema de talleres familiares. Los cristallari les daban forma y realizaban el ahuecado o arte grossa y los intagliatori se ocupaban de las escenas historiadas y las decoraciones (arte subtile). Estas se tallaban en hueco o en relieve, dando como fruto imágenes de gran belleza que variaban con la luz. El instrumental y la maquinaria evolucionaron constantemente, y se cree que pudieron aplicarse en este campo algunas mejoras diseñadas por el genio de Leonardo da Vinci.
En el siglo XVI, el valor material de un vaso de cristal era muy superior al de una obra maestra pictórica. En la testamentaría de Felipe II, cuadros de Tiziano, el Bosco o Alonso Sánchez Coello fueron tasados muy por debajo de algunas piezas de cristal de roca de su colección, quizá por su rareza y exclusividad, ya que era un arte cuya posesión se reservaba a la cúspide de la pirámide social europea. Asimismo, las ricas guarniciones de metales preciosos, su decoración con esmaltes, perlas y piedras preciosas, hacían que su valor aumentara de forma significativa.
En la decoración, los temas preferidos eran los inspirados en la Antigüedad, por ejemplo en las Metamorfosis de Ovidio y en historias relacionadas con el agua y el vino que podían incluir pasajes religiosos, todo ello magistralmente elaborado y enriquecido con elementos simbólicos.
En la segunda mitad del siglo XVI los talleres de Milán alcanzaron todo su esplendor gracias, en parte, a seis generaciones de miembros de la familia Miseroni. Uno de ellos, Ottavio creó un taller en Praga al servicio del emperador Rodolfo II, por lo que concedió a la familia un título nobiliario. En esta ciudad también trabajó su hijo Dionysio, retratado con su familia en una pintura expuesta, obra de Karel Škréta. En ella puede apreciarse cómo se distribuían las distintas tareas del taller. Al fondo se representan las grandes ruedas movidas por agua, que constituyen una innovación respecto al siglo anterior.
Hubo artistas individuales, como los famosos Francesco Tortorino o Annibale Fontana. Los principales talleres milaneses fueron el de la familia Miseroni, creadora de obras con originales mezclas de elementos orgánicos y formas clásicas, que rozan lo abstracto, y el de la familia Sarachi, especializada en vasos de gran calidad y con forma de animales fantásticos. Paolo Morigia afirma en La nobiltà di Milano (1595) que frecuentaban su casa grandes señores, tanto milaneses como forasteros, pues eran inventores de rarezas maravillosas, que asombran a los inteligentes que las contemplan. Las grandes cortes europeas, Madrid, Viena, Praga, Mantua, Florencia, París o Munich fueron clientes asiduos de estas dos familias.