Roberto Cataldi¹
Entramos en la pandemia actual con una distorsión de valores. La catástrofe dejó atrás un pasado de «normalidad» dominado por un cierto modelo de vida social y la rutina doméstica, dando paso a la presente excepcionalidad que rara vez ocurre, pues se aparta de lo ordinario y, por eso es la excepción a la regla (que confirma la regla), dejando entrever finalmente un futuro incierto, como todo futuro.
La incertidumbre forma parte de la condición humana, al igual que la vulnerabilidad, y en este nuevo evento incertidumbre y vulnerabilidad se asociaron fuertemente, al punto de acaparar el horizonte visual, en una sociedad que sin duda tiene hambre de certezas, porque además necesita sentirse segura para poder disfrutar.
El ingreso al Siglo veintiuno no fue el esperado, veníamos mal, muy mal, aunque muchos no lo advertían ya que solo miraban la parte del iceberg que sobresale del mar, o quizás estaban focalizados en su propia realidad y la cosmovisión que tenían era la que le ofrecían los medios, la religión o su credo político. Una distorsión axiológica que no era registrada como tal, y que a cada uno le permitía seguir con lo suyo, con su rutina, en fin, con lo que era su normalidad. Recuerdo que Borges solía decir que la normalidad es un término estadístico, estoy de acuerdo, y hoy sabemos que todo aquello que se repite con insistencia en la mente se naturaliza y se convierte en normal.
De pronto la aparición del virus y su veloz expansión hizo que se detuvieran todos los relojes. Y el tiempo como el espacio son cuestiones centrales. La rutina fue suspendida por tiempo indeterminado y con argumentos sanitarios, en la práctica todas las actividades se paralizaron. La enfermedad se extendió velozmente por las ciudades y la muerte golpeó la puerta del vecino.
Una nueva realidad, sin duda con claros visos de dramáticidad, percibida por cada uno según la proximidad del contagio y sus consecuencias letales, pero también la incógnita de no saber qué pasará, quizá con una intensidad como nunca antes se registró.
Se puso en cuarentena no solo a los individuos y sus familias, también las creencias, los valores, y las verdades en que se apoya la sociedad. Trastabillaron los vínculos familiares y, en muchos casos el miedo, sentimiento natural frente al peligro, dio lugar al pánico y al inmovilismo.
En las sociedades aparecieron nuevos modos de vida con sus códigos y restricciones a las libertades individuales que originan fuertes reacciones, como también nuevos camuflajes que comenzaron a naturalizarse, a dibujar otra normalidad, la de vivir en un contexto de pandemia.
Y así la catástrofe sigue extendiéndose por el mundo, pues ningún continente se salvó, pero el impacto es muy desigual, al fin y al cabo la desigualdad fue, ha sido y es propia de la naturaleza humana. Un dato a consignar es que ni siquiera los poderosos o los ultra-ricos logran evadir la acción del coronavirus, ya que éste no hace diferencias y mucho menos reconoce privilegios.
Algunos creyeron ver en esta situación límite la concreción de viejas predicciones registradas en la literatura sagrada. Otros munidos de un fuerte optimismo creen a pie juntillas que superada la pandemia, en virtud del aprendizaje doloroso, seremos mucho mejores como seres humanos.
En fin, dudo seriamente que en términos generales hayamos aprendido la lección, sobre todo si nos remitimos a los acontecimientos históricos de epidemias y pandemias que se vienen sucediendo desde la antigüedad y que llegaron a liquidar buena parte de la humanidad. La ignorancia de la historia es un hecho frecuente en la población, también patético en ciertas elites, además del desconocimiento de la condición humana.
Entiendo a los que fuertemente apuestan por un mañana mejor, pero la realidad es que se trata de un deseo, y hasta ahora nada concreto surge que pueda alimentar ese deseo, ya que la realidad es adversa. En algún momento saldremos de esta pandemia, como siempre sucedió, pero pienso que con la misma distorsión de valores, o tal vez con mayor desequilibrio o deformación moral. Me gustaría equivocarme.
El avance de los dispositivos tecnológicos y ciertos comportamientos humanos han alimentado las ansias de los que pretenden darle una vuelta de tuerca al autoritarismo, que buscan satisfacer la ilusión del control total, ya que son individuos que no pueden vivir si no ejercen el mandato arbitrario sobre los otros, anteponiendo sus caprichos a la razón, la lógica, las leyes, y mediante la manipulación apuestan a una realidad teñida de miserias humanas, que revela la descarnada «psicopatología del poder». Acabo de decir en un seminario que si Victor Hugo viviese probablemente escribiría la segunda parte de «Los Miserales».
Hoy por hoy tenemos un mundo desmoralizado, no tanto por la pérdida de principios sino por el vaciamiento de la esperanza y del buen ánimo, en suma un vaciamiento existencial o moral. Y el mal humor social viene desde hace tiempo, solo que ahora se reforzó y desde ya sobran las justificaciones. En realidad, todo problema necesita ser definido para hallar una solución, pero esto no parece estar en la agenda de los que deciden por todos que evidentemente tienen otras prioridades.
En las democracias de masas se necesita de los intelectuales para instalar una cultura intelectual que legitime al sistema político, y también de los periodistas para lograr difundirla. El problema es que frecuentemente unos y otros al igual que los aviones se despistan…
En este juego de tácticas y estrategias sanitarias (cuando no políticas), la implementación de las acciones destinadas a un objetivo preciso ha dependido de los médicos y del personal de salud, mientras que las estrategias consistentes en definir el problema, los objetivos y la organización de las acciones ha caído en manos de los políticos que detentan la administración, por eso las tácticas han sido eficientes, no así las estrategias diseñadas, salvo muy contadas excepciones.
Bismark en el Siglo diecinueve decía que los políticos siempre piensan en las próximas elecciones, mientras los estadistas solo piensan en las próximas generaciones. El problema es que en el mundo sobran los políticos y son escasos los estadistas.
Nadie está en condiciones de predecir cómo será la post-pandemia, si bien es cierto que ya hay datos que son evidentes y no son alicientes, como el armado de una nueva guerra fría.
Benjamín Disraelí decía estar preparado para lo peor, aunque esperaba lo mejor. Concebir ambos extremos nos ayuda a enfrentar la realidad. Quizá sea cierto aquello de que la esperanza nos facilita ver más allá de la tormenta.
- Roberto Miguel Cataldi Amatriain es médico de profesión y ensayista cultivador de humanidades, para cuyo desarrollo creó junto a su familia la Fundación Internacional Cataldi Amatriain (FICA)