Adentrarse a pie firme, despacito y quedo, ligeros de pitanza y faltos de menesteres por el Barrio de las Letras de Madrid, o de las Musas, viene a ser de alguna manera seguir las huellas de los escritores de nuestro maravilloso Siglo de Oro, de esos hombres que alumbraron nuestras mejores letras con sus plumas de ave con las que plasmaron sus saberes en un tiempo en que, más que embozados, se arropaban con la falta de pecunio en la mayor parte de las veces.
Si el Día del Libro es siempre ocasión propicia para conocer a tanto escribiente de agora que dan fe del diario acontecer, algunos preferimos en tan señalada fecha hacer nuestro particular viaje al Parnaso, adentrándonos en ese día por las huellas del pasado de este Barrio de las Letras madrileño haciéndolo a través de sus calles, plazas, iglesias, conventos, casas de regalía, mentideros de los comediantes de esta que fue Villa y Corte del Rey nuestro señor, poblada de tabernas, novicias y ganapanes en una época que fuera única ella en el arte de escribir.
Cuesta creer, y créanme que tal hecho fue cierto, que en este Barrio de las Letras madrileño vivieron en un tiempo, si no puerta con puerta, sí calle con calle, escritores de la talla de Lope de Vega, ese fénix de los ingenios que además de serlo también fue padre de numerosa prole habida con mujeres varias, mujeriego sin par o sacerdote de orden, entre otros varios de sus quehaceres. O un inmortal Cervantes que alumbró El Quijote, una de las obras de la literaria universal de todos los tiempos. Junto a ellos, personajes de pluma incisiva como Quevedo o Góngora y algunos otros que sentaban sus posaderas, a verlas venir, por la Plaza de Matute.
Más que escribir sobre ellos, de sobra conocidos, dejémosles que sean ellos, vecinos de época y letras, los que nos digan algo de su vida y quehaceres. De esta guisa, Cervantes afirma acerca de sí mismo: “Este que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, de frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, de boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y ésos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros; en cuerpo entre dos extremos, ni grande ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas, y no muy ligero de pies; éste digo que es el rostro del autor de La Galatea y Don Quijote de la Mancha…”.
Lope de Vega tenía su casa precisamente en la calle Cervantes, en la que vivió los últimos 25 años de su vida y de la que salió para la eternidad previo paso por el convento de clausura donde estaba enclaustrada su hija, sor Marcela de San Félix. Amaba tanto su casa y su jardín, situados en pleno centro histórico, cerca de los dos corrales de comedias de la Villa y Corte y del conocido como “mentidero de los comediantes”, que la describiría a un amigo con estas palabras: “Mi casilla, mi quietud, mi güertecillo y estudio”. Ahí, en su casa, contemplando su huerto alumbraría Lope algunas de las obras que le han hecho inmortal. En la puerta de la casa de Lope de Vega aparece una piedra que formaba el dintel de la puerta con una inscripción latina que reza: PARGA PROPIA MAGNA. MAGNA ALIENA PARVA. Es decir, “Lo pequeño propio es grande. Lo grande ajeno es pequeño”. Se trata de una máxima epicúrea que presidiría los últimos años de la vida de este conocido como “Fénix de los ingenios”, autor de cientos de obras, alguna de las cuales podía alumbrar en una noche.
Tenemos en este barrio también a otros dos ilustres hombres de letras, como fueron Quevedo y Góngora que, como sabido es, no eran santo de devoción el uno del otro. Cada cual proferiría hacia el otro duras palabras, debido al enfrentamiento que los arropaba. Así, Quevedo atacaría a Góngora diciendo de él, entre otras lindezas, que era un sacerdote indigno, escritor sucio, entregado a la baraja e indecente. A su vez, y para no ser menos, Góngora llamaría a Quevedo don Francisco de Quebebo, por la afición de este último a los caldos de Baco. Como muestra de lo dicho, dejémosles a ambos con un asalto dialéctico del uno hacia el otro, para conocer de su pluma la inquina que se profesaban:
Ataque de Quevedo a Góngora:
Este cíclope, no siciliano,
del microcosmo sí, orbe postrero;
esta antípoda faz, cuyo hemisferio
zona divide en término italiano;
este círculo vive en todo plano;
este que, siendo solamente cero,
le multiplica y parte por entero
todo buen abaquista veneciano;
el minoculo sí, mas ciego bulto;
el resquicio barbado de melenas;
esta cima del vicio y del insulto;
éste, en quien hoy los pedos son sirenas,
éste es el culo, en Góngora y en culto,
que un bujarrón le conociera apenas.
Góngora ataca a Quevedo
Anacreonte español, no hay quien os tope,
que no diga con mucha cortesía,
que ya que vuestros pies son de elegía,
que vuestras suavidades son de arrope.
¿No imitaréis al terenciano Lope,
que al de Belerofonte cada día,
sobre zuecos de cómica poesía
se calza espuelas, y le da un galope?
Con cuidado especial vuestros antojos
dicen que quieren traducir al griego,
no habiéndolo mirado vuestros ojos.
Prestádselos un rato a mi ojo ciego,
porque a la luz saque ciertos versos flojos,
y entenderéis cualquier gregüesco luego.