Ernesto Cardenal, nacido en Granada el 20 de enero de 1925 es poeta, religioso, escultor y escritor quien sabe que la transformación del mundo exige mucho más que una palabra y una oración. Amén.
Doy gracias a la vida por haber conocido a Ernesto porque él, con su juego de correspondencia, me enseñó a escribir epístolas y siempre responderlas, a estar pendiente de las demás personas aunque no les conozca, a no sentir miedo del encuentro ni pensar que quien posa sus ojos en mi verso planea la destrucción del mismo.
Cada vez que se le realiza una entrevista, su respuesta es idéntica: “yo nací poeta ¿qué voy a hacer entonces sino escribir poesía? Un poema seduce o mata”.
Lo conocí postalmente en el año 1973. Yo era una niña que en diciembre de 1972 había perdido en Nicaragua a su amiga por correspondencia. Mi idea de un terremoto era pasar la noche en una plaza (así fue para mí el terremoto de Caracas de 1967), no ese monstruo surgido del corazón de Xolotl asesino de Ángela quien hasta pocas semanas atrás me enviara su foto y un mechón de cabello en el mismo sobre que su carta manuscrita. Ernesto, el promotor del intercambio epistolar, le hizo el relevo. Mi idea de una “revolución” era que mis amigos grandes me llevaran cargada cuando corrían huyendo de la policía (así fue mi infancia: la lucha armada era un juego de policías y curas guerrilleros), no ese horror que conocí luego.
Ernesto me enseñó de poesía. Temblar de indignación no es figura literaria válida en nuestros días. La solidaridad no puede ser metafórica.
La caligrafía de quien poetiza no suele ser muy precisa. Acostumbrada a asaltar escaleras y balcones, tendiente a avasallar pencas, aceras y paredones, dispuesta siempre a profanar servilletas y libretas lo más común es que la letra se estropee, se mestice entre palmer y calibri, definitivamente carezca de estilo.
La caligrafía de quien poetiza es lo de menos. Lo demás es el contexto que describe el texto. Descarga de prueba de la osadía escribana.
Cuando se escribe un poema no se piensa en el poema ni en sí: se flirtea con quien lee, se adjudica el título de amante a quien se tropieza. Cuando se lee un poema no se piensa en el poema ni en sí: se flirtea con quien escribe, se adjudica el título de amante a quien puso la piedra en el camino. Se bendice el tropiezo y hasta el dolor que ocasiona la caída es bienaventurado.
Hay, como Ernesto Cardenal, quien escribe lo que quisimos poder decir. Lo que se nos quedó en la resaca del mal tiempo y peores años. Quien manifiesta de golpe y letrazo con habilidad inaudita lo que tuvimos en la punta de la lengua y no fuimos capaces de pronunciar ante los ojos testigos, los oídos fiscales.
Y yo que oigo poemas desde el vientre materno, que escribo poemas por no saber pedir permiso para ir al baño en prescolar, que me aprendí el Salmo 5: “Oye mis gemidos/ escucha mi protesta (…) Hablan de paz en sus discursos/mientras aumentan su producción de guerra./ Hablan de paz en las Conferencias de Paz/ y en secreto se preparan para la guerra” para poder protestar contra la injusticia; yo que repito a cada amado las Coplas a la muerte de Merton: “Había en los besos un sabor a muerte/ser/es ser/en otro ser/Sólo somos al amar/ Pero en esta vida solo amamos unos ratos/y débilmente/Sólo amamos o somos al morir”, hoy no encuentro palabras, propias ni prestadas, para expresar la magnitud de mi amor por ese Cardenal que me fue guiando. Se me queda largo el poema por él dicho. El poema no escrito sino luchado. Versos rimados a la fuerza, métrica medida en seres humanos. ¡Ah, mundo, qué bella es la vida recitada!
Ernesto me enseñó de revolución, incluso La Revolución perdida es un canto de esperanza. Sólo si el amor por la humanidad se transforma en hechos concretos de repudio ante la injusticia y la violencia puede ser considerada opción revolucionaria y ésta será nuestra mejor propuesta ante cualquier cultura de represión.
Así, pues, la indiferencia no se vale. La pasión no es alegórica. Ante el dolor humano la respuesta no puede ser moderada. Que se moderen quienes atacan, quienes hieren, quienes asesinan, quienes tergiversan la verdad; allanan, bombardean, disparan, destruyen, mutilan.
En el año 2007, con motivo de la Feria Internacional del Libro, Ernesto vino a Venezuela. Un día le pasé una nota: “déme una palabra para este momento histórico venezolano”. Mi mano todavía sostenía el papel cuando la suya me atrajo con decisión: “el puño me tiembla…los besos no” y estampándome su amor en la mejilla concluyó: “verifica que no le falten besos a tu lucha. Para hacer la revolución se necesita formación, acción y cuidado permanentes. Toda revolución es cultural o no es revolución”.
Hay que leer y formarse siempre. Si tu biblioteca no es bien de utilidad pública, es demostración de inutilidad privada. Los libros no se compran para tenerlos sino para vivirlos; hay que adquirirlos para estudiar y aprender, para interpelarlos y compartirlos no se vuelvan muralla que enclaustre el ejercicio intelectual tornándose en individualismo académico.
Hay que hacer la tarea siempre. Necesario es tener un proyecto de vida con objetivos, metas y tareas personales y colectivas. Si nos replegamos, la maldad avanza; espacio que no se vivifica, la muerte tratará de tomarlo.
Hay que cuidarnos siempre. Cuidar los afectos y velar por el bienestar de la familia, amistades y comunidad. En el amor y el trabajo revolucionario es preferible que nos echen de más a que nos echen de menos. Cuidarnos física y espiritualmente, que no haya nadie deambulando en solitario.
No nos debe temblar la mano, pero si por enfermedad, edad o cansancio así es, que los besos estén firmes. Si se ha aprendido a mirar, para percibir augurios de felicidad y afirmar que la revolución con la que soñamos puede estar en cualquier parte por lo que debemos salir a encontrarla en el axis mundi de nuestras convicciones.
Ernesto, contigo aprendí que no importa tener aliento para apagar las velas del tiempo pasado sino el suficiente para encender las luchas futuras.