La demonización de los pobres es una obsesión -recubierta de cinismo- de ciertas élites políticas que gobiernan Europa.
Olli Rehn, Comisario de Asuntos Económicos, y Jean-Claude Trichet, anterior presidente del Banco Central Europeo, han comparecido ante los europarlamentarios. Se ha dicho que para dar cuentas por los desmanes de la troika. Si es así, comparecen mal y tarde, cuando la hegemonía del dogma neoliberal empieza a ser cuestionada en la calle y en sus fundamentos ideológicos.
Buena parte de la ciudadanía percibe dudas de rumbo en quienes controlan las agendas neothatcherianas. Un buen ejemplo, es la ruptura -en Alemania- del tabú merkeliano del salario mínimo. Otros ejemplos surgen en el sur, como la anulación precipitada de ciertos copagos sanitarios y las dificultades que -en España- encuentran los guardianes del rigor para privatizar (en beneficio propio) la sanidad pública. Chocan con la justicia, con el activismo resistente en general y con la «marea blanca». En Italia, ya no hay duda del declive del berlusconismo.
En estos momentos, los hombres de negro de la troika, y sus súbditos de aquí y allá, dicen haber concluido su trabajo sobre déficits y deuda en Irlanda y España; en realidad, se ha tratado también de un proceso práctico de destrucción de servicios sociales y de culpabilización de quienes menos tienen (proceso ideológico).
Algunas cosas parecen estar cambiando: solo hay que contemplar la cara de los cirujanos del rigor (mortis) cuando comparecen. Llámense Olli Rehn o Fernández Lasquetty. Han mantenido un discurso lleno de dogmas economicistas sin medir las consecuencias. Y los que las han sufrido, los demonizados, empiezan a proclamar en voz alta cada uno de sus retrocesos, hasta el más insignificante.
En su visión del mundo, han sido y son –paradójicamente- más rígidos que los planes quinquenales soviéticos. Han castigado así -en exceso- a amplios sectores de las clases medias y son conscientes -en la actualidad, quizá tarde para ellos- de que se han alienado a buena parte de sus bases políticas. Su delirio empieza a pasarlos factura.
Quiebra social, mitos y prejuicios
El problema es que el estado del bienestar ha llegado a estar en quiebra, no solo financiera, sino ideológica. De modo que el rearme de los demonizados –en el terreno de las ideas- es imprescindible. Entre otras cosas, para contrarrestar el principal peligro político actual en Europa: el auge de los populismos y nacionalismos, grandes, pequeños y medianos, que nos brotan desde perspectivas y orígenes múltiples.
Para contrarrestarlos, habrá que desmontar las diferentes explicaciones, contradictorias, simplistas, sobre el principio de los desastres sociales. Contestar las diversas historias, simplificadas y simplificadoras, que se ofrecen en cada pedazo de Europa. Los Le Pen, Aurora Dorada, BNP o UKIP del Reino Unido, y sus aprendices, predicadores de mitos y arquetipos, de Italia o España. Todos ellos tienen puntos en común: hablan mucho de sus propias patrias y utilizan torcidamente la idea de solidaridad.
En un convincente artículo publicado en el diario El País (“Culpables de ser pobres”, 5 de octubre de 2012), Milagros Pérez Oliva resumía: “El mismo marco conceptual que permite culpabilizar a los pobres y a los parados es el que opera en los países del norte contra los del sur. El discurso culpabilizador genera angustia, pero también insolidaridad. Y abre la puerta a una nueva ignominia: la competencia feroz entre los mismos pobres por los escasos recursos disponibles”.
Al mismo tiempo, vemos que las llamadas liberalizaciones (privatizaciones) de amplios sectores, la imposición de la austeridad fiscal a cualquier precio, “corresponden a los intereses y prejuicios de una élite económica cuya influencia política se ha disparado al mismo tiempo que su riqueza” (Paul Krugman, El País de los Negocios, 23 de diciembre de 2013). Los sectarios de la austeridad saben que han forzado demasiado la máquina. Han creado ira social. Su juego ha sido descubierto.
Cartas (ideológicas) sobre la mesa
En su libro Chavs/The demonization of the working class (Londres, 2011, hay versión en español), el joven Owen Jones, describe el largo proceso de demonización de los pobres en el Reino Unido. Incluye los programas de telebasura, los chistes baratos que sirven para que circulen los prejuicios conservadores, el humor básico y los modelos propuestos por la mayoría de los medios de comunicación; en especial, la prensa sensacionalista y las televisiones comerciales (privadas). El autor ilustra la destrucción del tejido industrial por parte de Thatcher, el ensañamiento con las viejas áreas obreras, y el odio conservador hacia los sindicatos.
La Dama de Hierro y los conservadores lo consideraron imprescindible para cumplir sus objetivos. Fue fundamental la derrota de la huelga histórica de los sindicatos de los mineros, que condujo también al fin de una cierta cultura obrera británica y al ascenso posterior de las tendencias conservadoras en el Partido Laborista (con el inefable Tony Blair). La destrucción de las estructuras sindicales y su desprestigio, mediante campañas mediáticas, fueron fundamentales en los ataques al estado del bienestar.
Y una vez alcanzada esa victoria política, el simple trabajador despedido, individualizado, y su familia, fueron acusados de holgazanería y de vivir del erario público. “La pobreza y el paro ya no eran percibidos como problemas sociales, sino en relación con los defectos individuales: si la gente es pobre, es porque es vaga”, dicen los de la secta de la austeridad (de los demás).
Jones señala otra paradoja: cuando se supone que todo el mundo puede aspirar a ser clase media (mito conservador), más franjas de las clases medias se empobrecen y más aumentan los ingresos de la élite. La desigualdad está lejos de ser un mito, pero gran parte de las principales “estrellas” del periodismo están alejadas de los sectores sociales deprimidos que tienen que describir. Y, claro está, gran parte de la clase política vive en su galaxia desde que fuera a la guardería (donde ya nacen los desiguales).
Al recordar los orígenes exquisitos de David Cameron, Jones lo cita para indicar su falta de complejos, es decir, sus prejuicios: “Los problemas sociales son a menudo la consecuencia de las opciones que asume la gente”, declara Cameron. La política neoconservadora queda, pues, al margen de responsabilidad por sus resultados sociales.
La perversión del lenguaje y los prejuicios
La perversión del lenguaje, con conceptos como “reformas”, “emprendedor”, “innovador”, “mérito”, no es ajena. Gran parte de la clase política, también parte de los periodistas, los utilizan como dogmas de fe.
Otro aspecto interesante del libro de Owen Jones es cómo desmonta el señuelo de que hay una clase obrera nacional, blanca y británica, intangible, opuesta a los inmigrados, que es víctima paralela o por su culpa (de los que vinieron de fuera). De nuevo, una idea simplista, fértil para la derecha extrema, y que exculpa la política conservadora de sus políticas sociales. Esos mismos conservadores hacen despliegue de mente abierta, con el pretexto de que están dispuestos a asumir un limitado -contradictorio, por su parte- multiculturalismo. Es utilizado, de manera falsaria, por quienes disfrutan de un buen nivel de vida para evitar referirse a sus propios prejuicios de clase, que están lejos de haber desaparecido. Unos pocos, citados por Jones, dicen cosas como «sí, hay guerra de clases y estamos ganando». En público, su táctica es pervertir los conceptos.
Llaman “anticuallas” o “reaccionarios” a quienes aplastan y desprecian; los privilegiados señalan los “privilegios” de los expulsados de la vida decente, que dependen de salarios miserables, de contratos muy esporádicos y de ayudas sociales decrecientes. En ese contexto, destruir el prestigio de las asociaciones civiles contestatarias (contra los desahucios, por ejemplo) o de los sindicatos (que siguen defendiendo la negociación colectiva) es imprescindible para la derecha conservadora actual.
Esconden unos prejuicios para utilizar políticamente otros. Si niegan, en público, sus prejuicios de clase es para evitar hablar de empobrecimiento. El problema es que quienes tienen ingresos miserables son de todos los colores y ya se han convencido de que no pueden esperar una vida digna bajo los ajustes y la mirada sospechosa del Estado de la austeridad. Y para extirpar toda posibilidad de reconstrucción, se les arrebata la cultura colectiva (de los trabajadores) que sí existió antes de la llegada al poder de Margaret Thatcher y de sus seguidores y discípulos actuales.
Otra vez, un cambio de perspectiva
En París, está a punto de concluir una exposición (en la Cité de la Musique, en La Villette) sobre el movimiento punk, que expresara la vomitona y el grito No future contra la Dama de Hierro y sus dramáticas políticas sociales de aquel tiempo. No es que el punk fuera un modelo de contestación. Y ahora se presta a ser presentado como apenas “cultural”; pero en su época representaba un rechazo absoluto de los lenguajes conservadores. También de sus prejuicios.
Al hablar de esta exposición, John Lyon, fundador de los Sex Pistols, recreaba la vieja idea de la solidaridad: “Crecí en una comunidad (barrio) muy multicultural, donde había grandes valores solidarios. Contábamos siempre unos con otros, cualquiera que fuera nuestro origen o religión” (Le Monde, 17 de octubre de 2013).
Quizá hemos llegado al punto en el que los estigmatizados y demonizados empiezan a recomponer varias cosas: una cierta cultura y el rechazo al No future actual. Hay un reflejo en las abundantes protestas callejeras que recorren Europa contra «las reformas» (recortes, empobrecimiento); pero también contra las ideas que sostienen esa estafa política y económica. Puede que los demonizados se hayan hartado de tantas propuestas (camufladas) de desigualdad. De tanto desparpajo ideológico.