Ileana Alamilla[1]
“El más terrible de los sentimientos es el sentimiento de tener la esperanza perdida”, dijo Federico García Lorca, el poeta, dramaturgo y prosista español. Nosotros, en Guatemala, no podemos darnos el lujo de disipar la fe y la ilusión de vivir una vida normal, como la que disfrutan en otras latitudes.
Necesitamos con urgencia instaurar en nuestro país la fe en que podremos tener un amanecer, superando las oscuridades que nos han aprisionado durante muchísimo tiempo. En 1996 pensamos que habíamos logrado parar el baño de sangre que enlutó a miles de seres humanos y que ensombreció el territorio. Creímos que habíamos por fin encontrado un camino distinto al de la confrontación para construir la sociedad justa y democrática que merecemos.
El proceso de diálogo y negociación que involucró a diversos sectores sociales en búsqueda de un pacto que finalizara el conflicto armado, se llevó a cabo durante más de 10 años, con cuatro gobiernos; contó con la participación de actores gubernamentales y de la alta oficialidad del ejército y de la dirigencia de la guerrilla. Se analizaron las causas que generaron el conflicto. Las partes beligerantes se vieron las caras, se hablaron, discutieron, fueron dirimiendo la controversia poco a poco. La comunidad internacional intermedió y apoyó a que el entendimiento privara sobre la violencia.
Los partidos políticos, el movimiento sindical y popular, las mujeres, sectores académicos, organizaciones indígenas, cámaras empresariales, el sector religioso, todos, en la primera fase, la de diálogo, ratificaron la voluntad y el anhelo de encontrar, por medios políticos, la paz firme y duradera; consideraron como deber primordial hacer conciencia en la sociedad de su impostergable necesidad, así como de la ansiada reconciliación nacional. Las iglesias hicieron un llamado a unir esfuerzos en la búsqueda de soluciones por la vía del consenso y del pacto social.
Y con todas esas expresiones de buena voluntad se alcanzaron acuerdos que contienen bases sólidas que nos podrían conducir a enderezar el camino retorcido que estábamos recorriendo.
Cada una de las partes beligerantes cedió e hizo concesiones. Ellos mismos lo han atestiguado. Cada uno pagó un costo por cada decisión asumida de buena fe. Los acuerdos están allí, han sido reconocidos, felicitados y hasta se han constituido en referencias para otras experiencias.
Aquí no se discutió sólo la incorporación de la insurgencia a la vida política, como en otras latitudes, aquí se abordaron las causas estructurales que generaron la guerra, las que persisten porque los Acuerdos de Paz no se han cumplido, porque fueron abandonados hasta por los propios signatarios, porque la población no los conoce y por tanto no puede demandarlos ni abanderar su puesta en práctica.
Y esa paz que creímos era el fin de tanto sufrimiento, hoy está de nuevo en riesgo. Conocer la verdad histórica es imprescindible y que se aplique la justicia también, estos son derechos irrenunciables de las víctimas y de sus familias. Víctimas que no son propiedad de nadie, ni del ejército, de la insurgencia, ni de la población civil.
Pero esta demanda legítima no puede servir para que de nuevo nuestro país se impregne de odio, de rencor, de resentimiento. Nos urge sanar las heridas con la justicia, esa que no admite parcialidad, contaminación, contubernio, ni chantajes o extorsiones.
La juventud tiene derecho a conocer la verdad, de cara al futuro, a vivir de otra manera, diferente de lo que le tocó a nuestra generación.
- Ileana Alamilla, periodista guatemalteca, fallecida en enero de 2018.