El reciente debate sobre la necesidad de imponer la figura de facilitador, mediador o notario en el estéril debate entre el Gobierno de la Nación y los veleidosos representantes de una Comunidad autónoma terminó, como era de imaginar, en un estrepitoso fracaso. ¿La razón? No se trataba, como pretendían algunos, de un mero asunto de forma, sino de un problema de fondo. Lo que se pretendía, en realidad, era introducir observadores -preferiblemente, internacionales–en una disputa de familia anquilosada por la inflexibilidad de unos y la patente debilidad de otros. El que esto escribe no pretende analizar la legitimidad de los argumentos esgrimidos por las partes: el sentido común dicta la respuesta.
He de confesar que el galimatías lingüístico empleado por el Gobierno y el gobern, la absurda, aunque exquisita guerra cripto semántica que opone a Madrid y Barcelona, me trajo a la mente viejos recuerdos. Concretamente, el día en el que me convertí en facilitador, relator, notario del conflicto israelo-árabe.
Sucedió en diciembre de 1973, durante la Conferencia Internacional de Paz convocada por los Estados Unidos y la Unión Soviética y auspiciada por la Secretaría General de las Naciones Unidas. El escenario: el ginebrino Palacio de las Naciones, remanso de paz edificado en los años 30 del pasado siglo, testigo de discretos conciliábulos y de estrepitosos fracasos diplomáticos. El Palacio –sede de la Sociedad de las Naciones–, cerró sus puertas en diciembre de 1939. La guerra acababa de empezar.
En diciembre de 1973, acudieron a la cita ginebrina los representantes de tres Estados involucrados en el conflicto de Oriente Medio: Egipto, Israel y Jordania. Siria declinó la invitación cursada por las superpotencias; la OLP brillaba por su ausencia. En realidad, la conferencia se convirtió en un gran acontecimiento mediático. Aquí han más periodistas que delegados, afirmaba el presentador estrella de una cadena de televisión estadounidense. Sí, había más periodistas y, lógicamente, el conflicto se trasladó a las salas de prensa de las Naciones Unidas.
Su facilitador, relator, notario estaba dialogando con un pequeño grupo de informadores libaneses. La llegada del redactor jefe del Jerusalem Post, el periódico más influyente de Israel, convirtió nuestra charla en un auténtico velatorio.
¿Colegas árabes? preguntó el periodista del Post. Tengo varias preguntas para ustedes…. El silencio reinaba del otro lado de la mesa. Dígale que si quiere preguntar algo, lo haga a través de usted, contestó –en el mismo idioma– el comentarista político de la televisión libanesa. Me interesaría saber… replicó el israelí, dirigiéndose a mí, siempre en el mismo idioma común, en inglés. Aquello recordaba, salvando las distancias, las peleas familiares: Niño, dile a tu padre… Tú, dile a tu madre…
La conversación a tres bandas duró alrededor de 45 minutos. No faltaron las descalificaciones, las recriminaciones, las declaraciones solemnes de ambas partes. Hoy en día, cuatro décadas después de aquel estrafalario encuentro, no parece que las posturas de las partes hayan variado.
Me quedo, pues, con la duda: ¿para qué sirve el facilitador, relator, notario?