Abundan las investigaciones científicas que demuestran que los animales tienen inteligencia y sienten, sueñan y comunican sus emociones.
Todos hemos visto perros que se mueven al dormir y se quejan y ladran como si estuvieran teniendo pesadillas y pájaros, peces, hormigas, changos y mariposas, que se tocan como saludándose.
Y hay algunos animales tan expresivos como Camila, mi perrita de dos años, que tras olerle el hocico a Beyoncé a la que doy comida especial para fortalecer su salud y defensas porque en seis meses cumplirá dieciséis años y quiero que pase su vejez lo más sana posible, me mira como reclamando que a ella le toquen solo croquetas.
O el pececito rojo que cuando viví un año en departamento de alquiler y no podía tener animales más grandes, subía a la superficie de la pecera en cuanto me oía llegar para que le sobara el lomo.
O mi chihuahua Pingüica, que lloraba con desesperación mientras le apachurraba la panza a su cría recién muerta y se negó más de dos horas a que sacara el cuerpo de su perrera.
O la Vampira, que orgullosísima me jaló del pantalón para que fuera a ver a sus cuatro recién nacidos que colocó en cuatro cojines. que no se como fue capaz de bajar de dos sillones acabando de parirlos.
Entre otras muchas cosas relacionadas con la inteligencia animal, les he platicado aquí sobre abejas que bailan señalando con sus giros donde hay flores y sus cantidades, ardillas y perros que detectan drogas, caballos y delfines que ayudan a niños con problemas a relacionarse mejor.
Pulpos australianos que usan el agua y sus tentáculos para empapar a investigadoras y fundir focos en venganza de su reclusión en pequeños acuarios; que perforan con disimulo para escurrirse al océano en horas de silencio y madrugada.
Vacas que dan abrazos y se hacen las dormidas para que no las obliguen a trabajar, elefantes a los que encanta oír música y focas chilenas a las que vimos y oímos aplaudir cantos de ballenas cerca de Valdivia.
Caballos y perros capaces de regresar a sus casas tras ser llevados, o abandonados, a miles de kilómetros de distancia y animales que se aburren y estresan en jaulas diminutas en los zoológicos.
Ardillas que piden agua cuando detectan paseantes con la típica botellita en la mano, animales que se acercan a los humanos pidiendo ayuda para salvar a sus cachorros y de las increíbles amistades que se forman entre animales de distintas especies.
Todo lo cual me reafirma como dice un artículo de este 14 de abril en El País escrito por Silvia Hernando en base a entrevistas con varios filósofos estudiosos del comportamiento animal «que tienen capacidades, emociones y comportamientos altruistas, que creíamos reservadas a los seres humanos».
Uno de los entrevistados, el primatólogo neerlandés Frans de Waal, recuerda que hace un siglo los pioneros en el tema fueron desautorizados por sus colegas y celebra que las jóvenes generaciones de científicos estén dando mayor atención a la mente animal y a sus capacidades de sentir y pensar.
Con él coincide, David M. Peña-Guzmán profesor mexicano que da clases en la estadounidense Universidad Estatal de San Francisco, California y autor de Cuando los animales sueñan.
Y señala que el peso del conductismo, rama de la psicología que analiza el comportamiento a partir de estímulos y respuestas, ha ocasionado que durante mucho tiempo los animales hayan sido considerados por la Ciencia como poco más, que máquinas biológicas.
Por su lado Susana Monsó, autora de La zarigüeya de Schrödinger, asegura que todos los animales, «desde las diminutas hormigas hasta las descomunales ballenas», comprenden y reaccionan ante la muerte.
Y que el temor de caer en el antropomorfismo, tendencia a ver cualidades humanas donde no las hay y atribuir a los animales estados mentales que no tienen, ha llevado a la antropectomía, que consiste en no ver en los animales «cualidades humanas» que sí poseen.
Peligro sobre el que Frans de Waal contrasta el antropocentrismo o manía de colocar al humano como medida de todas las cosas y a menudo usado para evitar que la gente se atreva a comparar a los humanos con otros animales.
Sobre la forma de comunicación animal, la científica neerlandesa Eva Meijer, autora de Animales habladores, destaca su capacidad para transmitir información.
Y da entre otros ejemplos, las aves con sus cantos, los murciélagos usando nombres diferentes para llamarse unos a otros, los grupos de ballenas cada uno con su propio dialecto, los primates con ademanes y caricias y hasta aprendiendo palabras humanas y los elefantes que tienen extenso vocabulario en el que hay incluso, un término con dos significados: humano y peligro.